La Feria Del Bosque De Ileroth
– Juan, no debes quedarte dormido en el bosque; es peligroso.
Esta cantinela la escuchaba Juan el leñador casi todo el día, porque cuando se le hacía tarde buscaba refugio en cualquier parte del bosque y se echaba a dormir sin ninguna preocupación.
–¡Bah!, conozco el bosque como la palma de mi mano. No hay un solo animal o planta que no conozca, ¡y hasta el mismo lobo desvía su camino para no encontrarse con mi hacha!
–Muy seguro estás de ti mismo, Juan – le decía su abuela, una anciana casi ciega que había sido una famosa curandera-. Quiera el cielo que no te encuentres con los elfos.
–¡Los elfos! Pero abuela, ¿no crees que ya soy mayorcito para que sigas contándome cuentos?
Un buen día, Pedro el ebanista recibió un encargo del castillo para hacer un armario muy especial. Un mueble para el que necesitaba madera de los árboles que crecían en lo profundo del bosque. Habló con Juan y éste prometió traérsela.
Anduvo durante todo el día hasta que desembocó en una zona del bosque que nunca había visitado. Empezaba a anochecer y decidió buscar un lugar donde dormir. Encontró un claro con mullida pradera, se apoyó en un gigantesco roble y cerró los ojos. Estaba quedándose dormido cuando escuchó una alegre música. Extrañado, se levantó y se dirigió en dirección al sonido.
Cuál no sería su sorpresa cuando, al subir una loma, se encontró con una feria llena de puestos, luces brillantes, guirnaldas de colores y gente bellísima que parecía divertirse de lo lindo.
Lleno de curiosidad, se acercó. Efectivamente, se trataba de una feria. Recorrió los caminos iluminados, se acercó a los puestos y probó delicias que nunca hubiera imaginado: unos dulces con sabor a amanecer, una bebida que sabía a arco iris...
La orquesta estaba interpretando una melodía que le evocaba tiempos felices. Hacía mucho que no se encontraba a gusto.
Toda la gente con la que se cruzaba era más alta que él, tenía los ojos enormes y hablaba en un idioma que le resultaba casi incomprensible. Y digo casi porque, aunque no entendía las palabras, le sonaban familiares. Como esas canciones que nos parece haber oído antes y cuya letra no acertamos recordar.
Se asomó a un tenderete y vio a una anciana que miraba absorta una fuente de plata llena de agua. La mujer le invitó a sentarse junto a ella y mirar también. Juan lo hizo y dejó pasar el tiempo mientras miraba. Colores, sensaciones y sonidos le llenaban la cabeza haciéndole sentirse vagamente perdido.
Cuando por din salió de allí, se acercó a la zona donde tocaba la orquesta. Se sentó en el tronco de un árbol caído y contempló cómo bellos y lejanos seres bailaban sin parar.
De repente, su vista se posó en una mujer misteriosa que le miraba fijamente. Como atraído por un imán se dirigió hacia ella.
Bailaron y bailaron al ritmo de las melodías que Juan no había escuchado nunca pero que parecían dar alas a sus pies. Una tras otra se sucedían las notas del arpa, del timbal y de la flauta formando frases que parecían susurrarle secretos mensajes al oído.
Los enormes ojos de la mujer no se apartaban de la cara de Juan, y eso le hacía sentirse feliz. No sabía cuánto tiempo llevaba bailando, pero tenía la sensación de que era una eternidad...
Sin saber ni cómo ni porqué, llegó el momento en que la música fue perdiéndose, los puestos, las luces y la gente se hicieron trasparentes y, un momento después...¡Ya no estaban!
Hasta su pareja de baile se evaporó entre sus brazos después de hacerle una leve caricia en la mejilla. Juan se sintió mareado y se sentó apoyado contra un árbol.
Cuando abrió los ojos comprobó que seguía en el roble en que se había apoyado al principio de la noche, sacudió la cabeza y pensó que todo debía haber sido un sueño.
Como era ya de día, recogió la madera que había ido a buscar y se puso en marcha hacia su aldea. La casa de Pedro el ebanista era una de las primeras, así que cuando llegó le dijo a un chiquillo que jugaba en la puerta que le avisara.
–¿Pedro? Aquí no vive ningún Pedro, señor.
–¡Cómo que no! Ayer mismo hablé con él ante esta puerta.
Una mujer salió de la casa y le dio la misma respuesta.
Juan no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Ya iba a irse a su casa cuando una anciana que estaba sentada en la puerta de la casa de al lado le preguntó:
–¿Se refiere usted a Pedro el ebanista?
–Por supuesto. ¿Sabe usted dónde puedo encontrarle?
–Ya en ninguna parte, hijo. Hace 30 años que murió.
Juan miró a su alrededor. Muchas cosas habían cambiado... y lo comprendió todo. ¡Durante la noche que pasó en la feria habían trascurrido casi cincuenta años! A veces hay que escuchar a las personas sensatas... si no quieres bailar con los elfos...
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