(Leyendas Españolas)
Hace siglos en un imponente castillo se elevaba entre escarpadas montañas y frondosos bosques. Los condes, los señores del castillo, un matrimonio joven, hacía poco tiempo que habían visto colmada su dicha en el nacimiento de su primer hijo; el pequeñín era una criatura hermosísima, encantaba a cuantos le miraban.
Un frío día de invierno el conde y la condesa decidieron ir a cazar. A ambos le encantaba organizar cacerías en los bosques que rodeaban la fortaleza. A la gente del castillo le estaba permitido participar en las cacerías que organizaban sus dueños; pocos eran los que se quedaban en casa.
Aquel día, aparte de la nodriza y un par de viejos sirvientes sordos, nadie más se había quedado allí.
Antes de montar en su caballo la condesa se dirigió a la nodriza que, con el niño en brazos, había salido a despedirla, y le hizo toda clase de recomendaciones acerca del pequeño:
—No te separes para nada de su lado, vigila su sueño y cuida de mi hijo como si tuyo fuera, mi buena nodriza; ya sé que lo harás. Dios te guarde.
— Y a vos os dé buena casa, señora — dijo sonriente la nodriza.
Transcurrieron unas horas. El pequeñín dormía inquieto en su cuna: la nodriza lo miraba algo asustada. ¿Estaría enfermo?
Finalmente el niño paso de la inquietud al llanto; sollozaba con gran fuerza. La buena nodriza decidió cogerlo en brazos y pasearlo, pero el niño seguía llorando con verdadero desepero. El ama tocó entonces una de las manitas del niño y notó que la tenía helada. Viendo que el chiquitín tenía frío, decidió sentarse junto al fuego; comprobó que el niño estando cerca del fuego, cesaba de llorar.
La nodriza suspiró aliviada. "¡Alabado sea el señor! Al parecer tenía frío el angelito", sólo pensó para sí la nodriza. Lo arropó bien, añadió leña al fuego y, acunando al niño se quedó dormida junto al hogar con el pequeño en brazos.
Un agudo grito la despertó sobresaltada. Instintivamente apretó al niño en sus brazos, pero... ¡Con terrible angustia vio que no tenía nada en su regazo! Miró entonces las chispeantes llamas del hogar y un terrible grito de dolor se escapó de su garganta:
¡El niño era una antorcha viva! Trató de sacarlo del fuego pero era demasiado tarde. ¡Del primogénito de los condes sólo quedaba un montón de cenizas!
Llorando desesperadamente la nodriza entonces se hincó de rodillas en el suelo y murmuró una plegaria:
— ¡Virgen morena de Montserrat, ayudadme! Socorredme a mí y a este inocente niño que ha muerto hace unos instantes por mi descuido. Os prometo, ¡Oh dulce Virgen de la Montaña!, ir en romería hasta Montserrat y no olvidarme ni un solo día de rezaros el Santo Rosario. ¡Ayuda, Señora! ¡Favor!
Alegres volvían todos de la cacería; magnífica había sido la caza. pocas veces se habían cobrado tantas piezas. La condesa fue la primera en bajar del caballo. Corrió apresuradamente hacia su aposento gritando alegremente:
—¡Nodriza! ¡Nodriza! ¿Por qué no bajas a darme la bienvenida, como siempre, con mi hijito? ¿Duerme acaso?
—¡Oh , señora! — contestó la nodriza sollozando—. Señora.., el niño... el niño...
—¿Qué? — gritó angustiada la condesa.
En aquel momento un sollozo infantil interrumpió la conversación.
Acudió presurosa la condesa hacia la cuna... y vio a su hijito que, al reconocerla, le sonreía y le tendía los brazos.
Amorosamente la condesa lo cogió y, volviéndose sonriente, le dijo a la nodriza:
—Pero nodriza, ¿a que venían tantas lágrimas y titubeos? Por un momento he temido que algo muy malo le hubiera sucedido al niño, pero gracias a Dios, veo que no. Nodriza, ¿Por qué sollozas? ¿Por qué te hincas de rodillas? ¿Qué te ocurre?
La nodriza, entre sollozos, le contó entonces el milagro a la señora.
Tres días después dos mujeres subieron a la Santa Montaña y oraron fervorosamente ante la virgen Morena: eran la nodriza y la condesa que a partir de entonces ni un sólo día dejaron de rezar el rosario a la Virgen.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario