Así de alto
(Ana María Shua)(Libro: Cuentos con fantasmas y demonios)
(Ilustraciones: Guillermo de Gante)
Según una antigua
costumbre, durante diez días al año los judíos
debían ir a rezar a la sinagoga después de medianoche. Un ayudante del
rabino iba casa por casa para despertar a
los que estuvieran dormidos golpeando las puertas.
En una pequeña ciudad de
Rusia vivía una mujer viuda, muy creyente, ya anciana. Para ella era muy
importante asistir al templo a participar en el servicio religioso después de
medianoche. Pero como vivía sola, tenía miedo de dormirse y no escuchar los
golpes en la puerta.
Hoy, para nosotros, es
difícil imaginar que a alguien le cueste mantenerse despierto a las doce de la
noche, la hora en que la gente sale de su casa para divertirse. Pero piensen en
el frío otoño de Rusia. Piensen en días en que el sol se pone a las cinco de la
tarde. Piensen en una pobre mujer que no tiene para alumbrarse más que una vela
o quizá dos. No es mucho el trabajo que
pueden hacer sus viejos ojos con tan poca luz, no puede coser, ni leer, ni
tejer. Decide, entonces, apagar la vela. Su luz débil, las sombras que juegan en las paredes, le
molestan más que otra cosa y es muy importante ahorrar una vela.
Está cansada, faltan
varias horas para ir al templo y sus ojos están torturados de sueño. Pero tiene
tanto miedo de perderse la llamada del ayudante de rabino, que no quiere
acostarse en su cama. Entonces se sienta en una silla, cerca de la ventana, y
espera. El sueño la vence, pero es un
sueño incomodo, inquieto y liviano.
De pronto, se despierta
sobresaltada. Ha escuchado lo que esperaba escuchar: los golpes en la puerta y
la voz amiga del rabino que canta una canción: “Despierten hijos míos al
servicio del señor”.
Contenta de haber
escuchado la llamada la viuda se envuelve en un pesado abrigo y sale a la calle oscura y helada.
Frente a su casa un viejo judío se inclina hacia el frente ya
avanza lentamente contra el viento. La mujer está contenta de tener compañía.
Se saludan y van caminando juntos, los más rápido que pueden. A su alrededor,
el pueblo duerme. Silencio. Oscuridad. La calle está vacía.
-Qué raro-dice la viuda-.
¿Dónde estarán todos? ¡Tienen que haber escuchado la llamada igual que
nosotros!
-Seguro que sí- dice
el hombre, tranquilizándola-.Somos gente grande, usted y yo, nuestros
viejos huesos tardan lo suyo en moverse. Ya deben estar todos en el templo.
Finalmente llegan a la
sinagoga. Todo está oscuro. No hay más
luz que la tenue llama de la lámpara encendida sobre el arca de la Torá, el
fuego que nunca acaba de acabarse. La mujer, naturalmente, esta intranquila.
En las sinagogas las
mujeres y los hombres deben estar separados. (Así era y así es para los judíos
ortodoxos). Mientras los hombres asisten al servicio religioso en la planta
baja, las mujeres van a una galería en el primer piso.
La viuda sube las
escaleras hasta la galería de las mujeres. Todo es muy extraño. Allí arriba se
siente sola y asustada. En la casa de Dios no hay nadie más que ella y el
hombre allí abajo. Se sienta a esperar que lleguen los demás: pero no llegan.
Entonces mira hacia abajo
y sus ojos se encuentran con los del viejo.
Esos ojos son negros como
el carbón. Y brillan como el carbón encendido. Queman como brasas. Y atraviesan
como cuchillos. La mujer tiembla, su frente se cubre con sudor helado. Trata
que quitar sus ojos de allí, pero no puede. Piensen en este templo vacío,
oscuro y frío a unos tres o cuatro grados centígrados bajo
cero. Y sin embargo, tiene la sensación de que está quemándose: como en llamas
de hielo.
De pronto, el hombre
extiende su mano hacia ella. Ve con horror que el brazo se hace más y más largo
y la mano crece hasta llegar a la galería. Los dedos huesudos y nudosos están
abiertos. Buscan cerrarse alrededor de su garganta. Casi inconsciente a causa
del terror, la mujer deja escapar como un grito la primera oración que viene a
la mente: una plegaria para recibir al sábado. No sabemos si es la más
apropiada en ese momento, quizá no sea la que nosotros hubiéramos elegido, pero
da resultado.
La viuda logra separarse
de esos dedos que tratan de estrangularla, baja la escalera, llega a la calle y
corre como nunca jamás hubiera imaginado que era capaz de correr, corre como
cuando tenía 15 años, como cuando tenía 7. Corre.
Llega a su casa, se
encierra y precisamente en el momento en el que está colocando el pasador
escucha las campanadas del reloj del pueblo: las doce de la noche.
En este punto es necesario
recordar que no cualquiera tenía reloj y, sin duda, una pobre viuda debe de haber vendido hace mucho el único reloj que tenía su
marido.
¡Recién las doce de la
noche! El ayudante del rabino todavía no puede haber pasado por allí. Ese viejo
era, evidentemente, un demonio disfrazado tratando de destruirla.
¡Qué cómoda y segura se
siente ahora en su silla de bejuco con el asiento roto! No va a dormir ahora.
Es más importante que nunca poder asistir al rezo nocturno de la comunidad. Se
envuelve en su chal y sin quererlo, y sin saberlo, vuelve a quedarse dormida.
De pronto se despierta
sobresaltada. El ayudante del rabino canta con voz profunda y familiar: “Despierten,
hijos míos, al servicio del señor”.
Agradecida por no haberse
perdido la posibilidad de asistir al servicio, la viuda se envuelve en su
abrigo, se cubre la cabeza con su pañoleta y sale.
Ahora sí la calle está
llena de gente. Casi todos acaban de despertarse. Son muy pocos los que han
logrado quedarse despiertos hasta tarde: solamente los ricos que pueden
permitirse mucha iluminación nocturna y hasta tarde en la mañana. Los demás se
frotan los ojos tratándose de despegarse del primer sueño.
Desde lejos se ve que la
sinagoga esta brillantemente iluminada. La mujer da un suspiro de alivio. Ahora
todo está bien.
Mientras camina tan rápido
como puede, absorta en sus pensamientos, un vecino se le acerca y camina a su
lado. En la oscuridad solamente ve su silueta y el gran libro de rezo que lleva
en la mano.
Con mucha gentileza el
hombre le pide permiso para caminar juntos hasta la sinagoga. Ella se siente
agradecida y aliviada, se siente feliz de tener compañía.
-No se imagina el susto
que me lleve hace un rato- comienza a contar-.
Que digo susto, fue terror, ¡pánico!
-¿Qué le pasó vecina?- le
pregunta el hombre.
La mujer le relata su
aventura tan detalladamente como puede recordarla. En realidad, ahora que está
tranquila, se da cuenta de que su relato no es demasiado preciso, de que tiene
algo de sueño. Y aunque empieza a preguntase si no ha sido en realidad un
sueño, lo cuenta tal como lo vivió.
_Y entonces su mano empezó
a crecer- cambia la voz porque ya va llegando al final, a la parte más
interesante y más increíble de su historia-. Su brazo creció y se hizo más y
más largo y su enorme mano, con los dedos extendidos, muy lentamente llego hasta
donde estaba, cada vez más y más alto…
-¿Tan alto?- pregunta el
hombre, que no parece muy convencido de que la viuda les esté contando la verdad,
como si creyera que todo fue un sueño de la anciana.
-¡Sí! ¡Tan alto! ¡Una alegría
que les deseo a mis enemigos! Le juro
que esa mano llego hasta la galería de mujeres. ¡Hasta el primer piso!
-¿Segura? ¿Tan alto? ¿Pero
cómo de alto?- insiste el hombre.
-¡Así!- muestra la viuda,
levantando el brazo en un gesto que expresa hasta donde podría haber llegado la
mano del demonio.
-¿Así de alto?- pregunta
el hombre, levantando a la vez su brazo.
Y el brazo empieza a hacerse
más y más grande, la mano crece hasta hacerse enorme; con los dedos huesudos,
nudosos, extendidos, alcanza la copa del árbol. La mujer tiembla. Su corazón golpea dentro de su
pecho sin orden ni ritmo. Sus piernas no pueden moverse, como si estuvieran
clavadas al piso. Trata de gritar, pero ya no tiene voz. Moviendo los labios
sin emitir sonido, empieza a recitar una plegaria.
Sólo entonces puede
correr. Una aterradora carcajada le persigue. Corre y corre hasta llegar sin
aliento a la sinagoga. Hay luz. Su gente está allí. La música del cantor se
eleva hasta el cielo y entra en su pecho y le da paz, “es un castigo por mis pecados”,
piensa la pobre mujer. Y con el corazón arrepentido, une su voz a la canción.
Entretanto el demonio
revisa otra vez su gran libro, que no es un libro de rezos, como parece, sino
el cuaderno donde tiene anotados los
nombres de aquellos a los que debe tentar, aterrar y castigar. En su lista no
figura el nombre de la viuda.
Es un demonio lleno de
buena voluntad, pero extremadamente distraído y siempre comete errores en su
trabajo. Teme que lo dejen para siempre en el infierno y ya no le encarguen misiones
sobre la tierra. Para compensar su error, deja en casa de la viuda una olla
llena de monedas de oro.
Cuando la viuda vuelve a
su casa y encuentra la olla y las monedas, se asusta todavía más. Por supuesto,
no se atreve a quedarse el dinero y lo reparte entre los pobres.
Pero el dinero dura poco
en manos de los pobres. Y cuando las monedas de oro vuelven a entrar en las
arcas de los ricos, se convierten en trozos de carbón: eso indica que el
demonio ha sido castigado.
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