La Ouija
(Historias
reales de espantos y aparecidos)(Por Pilar Obón)
Fernando
tenía 16 años y, tal como sucede a esa bendita edad, creía que los espantos,
aparecidos y cosas demoniacas eran algo para divertirse, un domingo en el cine,
o que sólo aparecían en los videojuegos.
No sin cierta
razón, decía que él les tenía más miedo a los vivos que a los muertos, y se
burlaba de la gente que sentía terror a lo ultraterreno.
Hasta que un
día, se encontró en su camino con un tablero ouija que compró en un puesto callejero,
con el fin de divertirse un rato con sus amigos.
El tablero
ouija moderno es parecido al que existía en otros siglos, cuando se utilizaba
para comunicarse con los espíritus: un rectángulo de madera, en cuya parte
superior hay un alfabeto, y a la izquierda y a la derecha, las palabras “si” y
“no”. Un pequeño triangulo de madera – símbolo de la sabiduría pitagórica –
acompaña al tablero. Una o dos personas apenas apoyan las yemas de los dedos en
el triángulo y hacen la pregunta.
Cuando se da
la comunicación con los espíritus, éstos usan la energía de los ejecutantes
para mover el triángulo y así apuntar hacia las distintas letras para formar
una palabra o frases, a menos que dicha pregunta pueda ser contestada con un
“si” o un “no, en cuyo caso el triángulo se irá al extremo correspondiente.
Fernando
quería jugar una broma a sus amigos, simulando que los espíritus movían el
triángulo cuando sería él – planeaba – quien lo hiciera.
Así, una
tarde, el muchacho reunió con Diego, adolescente sumamente impresionable, y con
Enrique, el más ilustrado del grupo.
Al principio,
como ocurre cuando jugamos con fuerzas desconocidas, todo fue bien. Diego
preguntó si Paula, su amor imposible, llegaría a quererlo y, para su satisfacción,
el triángulo, diligentemente contesto que sí. Las preguntas siguieron este
derrotero hasta que Enrique, un poco aburrido, hizo una propuesta:
– Dejen de
preguntar estupideces. Y Fernando, deja también de mover el triángulo. Por si
no lo saben, par de ignorantes, se supone que no deben tocarlo, sino solo poner
los dedos un poco encima de él. Preguntemos algo interesante.
Fernando, un
poco picado, y consciente de la mirada desilusionada de Diego (quien había
creído a pie juntillas en las respuestas de la ouija), retó, encarándose con
Enrique:
– Está bien,
genio. Haz la pregunta.
– Espíritu – dijo
Enrique en voz alta –, ¿eres un alma perdida?
Los minutos
pasaban y nada ocurrió. El rostro del “genio” comenzaba a esbozar una sonrisa
burlona, cuando el triángulo se movió.
–No.
–Ya Fer, deja
de mover el triángulo. O tú, Diego.
–Yo no estoy
moviendo nada – protestó éste.
Entonces
Enrique miró a Fernando, que se había puesto pálido. Realmente había sentido
que el triángulo se movía., y ni él ni Diego lo habían tocado.
–Pregúntale
otra cosa, Enrique – pidió el dueño del tablero –, esto es la neta, hay alguien
ahí.
Todavía sin
creerlo mucho, el aludido dijo:
– ¿Eres un
ángel?
El triángulo
se movió:
–No.
– ¿Un
demonio?
–Sí.
Los tres
amigos se miraron. Enrique abrió la boca para protestar, pero Fernando se
adelantó.
–Espíritu,
¿cómo te llamas?
–Adonai.
Fernando y
Diego miraron interrogantes a Enrique, que explicó, con la voz extrañamente
baja:
–Adonai es
uno de los setenta y dos nombres que los antiguos magos invocaban cuando
querían realizar hechizos especiales. Es uno de los demonios más poderosos del
infierno.
En ese
momento, el triángulo cobró vida propia y comenzó a moverse cada vez más
rápidamente, sin energía humana que lo guiara. Los tres amigos tenían los ojos
clavados en el tablero, donde el pedazo de madera señalaba las letras para
transmitir lo siguiente:
“Soy el más
poderoso de todos. Enrique, imbécil. No sabes nada, aunque crees que sí. Ni tú
Fernando, ni tú Diego. Pero yo lo sé todo. Y si no lo sé, hago que suceda como
a mí se me da la gana. Puedo volar en pedazos sus casas, con todo y sus
familias. Porque ahora que han abierto la puerta del infierno, ya no la podrán
cerrar.”
A esto siguió
una letanía de palabras en lenguaje perdido. El triángulo volaba sobre el tablero.
– ¡Tira esa
cosa, Fer! – exclamó Enrique, pálido.
El triángulo
se detuvo, y luego comenzó otra vez:
“Si puedes”.”
– ¡Claro que puede! – gritó Enrique,
demasiado alterado, mientras Fernando y Diego lo miraban asustados. Nunca
habían visto al ecuánime y culto muchacho perder el control de esa manera.
El dueño del tablero retiró el
triángulo. Hubo una súbita sacudida y un cenicero de cristal estalló. Después,
todo volvió a la calma.
–Nunca en tu vida – dijo Enrique a
Fernando, respirando muy rápido – vuelvas a jugar con esa cosa. No sabes las
fuerzas que puedes desatar. Tírala, rómpela, quémala, pero sácala de tu casa
ya.
Silenciosamente, Fernando guardó el
tablero en su caja. Unos minutos después, Diego y Enrique se retiraron, este
último confiando en que su amigo seguiría su prudente consejo.
…
Mas no fue así. Intrigado, Fernando se
llevó el tablero ouija a su recámara y lo escondió debajo de su cama. Su madre
era muy religiosa, y no le hubiera gustado saber que su hijo andaba jugado con
artefactos profanos.
Pero muy tarde esa noche, el muchacho
sacó la ouija de su escondite.
–Espíritu – dijo rozando con sus
dedos el triángulo de madera–, ¿estás ahí?
Lenta, muy lentamente, sintió como se
movía.
Sus dedos lo
siguieron:
–Sí.
– ¿Eres quien
dijiste que eras?
– ¿Quién dije
que era?
–Adonai.
–No.
– ¿Cuál es tu
nombre?
–Lucifer.
Fernando
retiró las manos del triángulo sintiendo un escalofrío recorrer su columna
vertebral. El nombre del príncipe de los infiernos fue demasiado para él.
Al día
siguiente, el muchacho aventó la ouija en un terreno baldío que,
misteriosamente, ardió espontáneamente y pos completo dos noches después.
…
Dicen que, a
veces, los espíritus que se comunican a través de la ouija son bromistas, pero
otras veces, los nombres son verdaderos y es algo que resultaría muy caro
averiguar.
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