(Autora: Pascuala Corona) (Libro:
El pozo de los ratones y otros cuentos junto al calor del fogón)
Aquí les va el
cuento, que está como mole de olla; trata de “El ladrón tapatío y el ladrón
mexicano. De cómo se conocieron y llegaron a compadres”.
Allí tienen que un
buen día se toparon en el campo de buenas a primeras y al indagarse de qué se
las veían, fue resultando con que los dos eran ladrones; bueno, pues que se
hicieron de amistad y cada uno comenzó a contar sus perrerías tratando de
aventajar al otro. Entonces decidieron hacer una prueba para ver cuál era el
mejor ratero. Echaron un “volado” y la primera prueba le tocó al mexicano. Éste
dijo que podía robarse los huevos del nido de un gorrión sin que el pájaro lo
sintiera. Y así lo hizo, localizo el nido, se subió al árbol y estando el
pájaro echado le robó los huevos y se los guardo en la bolsa de la guayabera.
El tapatío subió
tras de él, sin que el mexicano lo sintiera, y con unas tijeras que llevaba le
cortó la bolsa y agarró los huevos, de modo que cuando llegaron abajo el
tapatío traía los huevos y de allí se creyó que era el más hábil. El mexicano
no quedó conforme y pidió que el tapatío también pasara su prueba. Para esto
estaban al pie de un cerro muy tupido, cuando vieron a un pastor que venía
arriando un borrego muy cebado que llevaba a vender al mercado. Al tapatío le
pusieron de prueba que se lo robara. El tapatío, para lograrlo, discurrió
despertarle la ambición al pastor, así que se escondió entre unos matorrales y
se puso a balar.
El pastor se dijo: –Míreme nada más,
¡qué suerte la mía!, ese balido me indica que un borrego anda extraviado en el
monte, voy a buscarlo y así, en vez de uno, llevaré a vender dos.
Y haciéndose ese cálculo se fue tras el balido y dejó su propio borrego
atado a un árbol. Mientras el tapatío seguía balando, el ladrón mexicano desató
el borrego y se lo robó.
El dueño del borrego, cansado de no encontrar al borrego extraviado,
regresó a buscar el suyo y al no encontrarlo se echó en cara su propia tontera
y creyéndolo perdido regresó a su casa en busca del otro.
El ladrón tapatío, viéndolo alejarse, salió del matorral a buscar el
borrego; pero para entonces ya lo traía el mexicano, así como en las pruebas
salieron mano a mano, se cumplió en ellos el refrán que dice: “ladrón que roba
a ladrón tiene cien años de perdón”. Se hicieron amigos y decidieron en lo de
adelante trabajar juntos. Se fueron a casa del mexicano, con todo y borrego; la
mujer del mexicano decidió matarlo y hacer barbacoa para celebrar el
compadrazgo.
Y ahora les diré de cómo encontró la muerte el ladrón mexicano por causa
del ciego. Pues que una vez que se hicieron compadres, el tapatío y el
mexicano, por donde quiera robaban juntos y como entre los dos se ayudaban, uno
y otro se cuidaban y sacaban provecho, pues que una vez decidieron robar la
Casa de Moneda y así lo estuvieron haciendo por un tiempo, hasta que los
encargados, de desesperados, fueron a ver a un ciego.
Porque para esto, había en la ciudad de un ciego que era zahorí (vamos,
adivino), y se ganaba la vida dando consejos. Pues que los de la Casa de Moneda
fueron a verlo y el ciego, como zahorí que era, luego les dijo que el día que
habían de volver a ir los ladrones y les dio consejo de la trampa de habían de poner
para apresarlos.
Pues que llegó el día aquél y en la noche se encaminaron los dos
compadres a la Casa de Moneda; esa noche le tocaba al mexicano robar y al
tapatío echarle aguas, es decir, cuidarle las espaldas.
El ciego había mandado poner un cajón con mucho dinero, el mexicano
llego y se metió y comenzó a llenar su talega, en eso el cajón que ya estaba
desclavado sobre un hoyo, con el peso del ladrón se desfundo y el mexicano se
fue para adentro, sólo la cabeza le quedó afuera; al rato la cabeza se le
descoyuntó y tanta fuerza hizo por salirse que acabó por ahorcarse.
El tapatío, viendo que el compadre no aparecía, le chifló y le volvió a
chiflar, que ya era seña convenida que tenían, pero viendo que no hacía aprecio
a los chiflidos se metió a buscarlo y lo
encontró ya bien muerto colgado de la trampa. Trató entonces de sacarlo para
llevárselo, pero por más estirones que le dio no pudo, y no queriendo dejarlo
por oprobio de su comadre, amoló su cuchillo y le cortó la cabeza para guardar
el honor y se la llevó.
De allí se fue a casa de su comadre a darle la pena y entre los dos
metieron la cabeza en una olla, y pensaron tenerla escondida mientras el
tapatío se daba tiempo para recoger el cuerpo y darle cristiana sepultura.
Y por lo pronto les contaré de lo que se siguió por agarrar al tapatío.
Al día siguiente los de la Casa de Moneda encontraron al ladrón en la
trampa pero sin cabeza, de modo que comprendieron que tenía un cómplice y
pensaron que el otro le había mochado la cabeza para que no fuera a cantar, es
decir, a echarlo de cabeza o delatarlo, como prefieran.
Entonces fueron a ver al ciego, a
darle cuenta de lo que había pasado, a ver que otro consejo les daba. El ciego
les dijo:
–Arrastren el cuerpo del ladrón por las calles, tráiganlo por donde quiera, y fíjense en la casa donde
lloren, de allí es el muerto.
El tapatío, que ya esperaba que algo se hubiera de seguir, se sentó en
la puerta de la casa a remendar zapatos y luego que vio venir el cadáver de su
compadre, le dijo a su comadre:
–No vaya a llorar, comadrita, que allí traen el cuerpo de su marido.
La comadre, al divisarlo, no pudo aguantarse el llanto, al punto se
acercaron los alguaciles a apresarlo; entonces el tapatío se cortó a propósito
el un dedo y les dijo que su comadre lloraba porque se había asustado de verle
el dedo mocho. Así que la prueba no valió y los de la Casa de Moneda tuvieron
que volver a ir a consultar al ciego. Éste les dijo:
–Cuelguen el cuerpo del difunto de un palo en la garita del camino y vio
a su compadre el mexicano, fue con la comadre a ver cómo le hacían para
rescatarlo.
Y ahora mismo les diré como le hizo.
Hizo que su comadre le guisara unas gallinas y comprará bastante pulque.
El tapatío se vistió entonces de lego, aparejó un burro con una canasta donde puso
las gallinas guisadas y el pulque y al atardecer cogió camino para la garita.
Cuando llegó al palo de donde pendía su compadre, se hizo pasar por caminante y
como lo creyeron lego, le tuvieron confianza y ¡para qué les digo lo que
hicieron cuando vieron lo que llevaba! Se hicieron mieles para que compartiera
con ellos su cena. El tapatío, que sólo eso estaba esperando, dio a los
alguaciles todo lo que traía, hasta que logró que bebieran mucho pulque. Ya que
los vio tumbados de borrachos, descolgó al muerto y se lo llevo.
Cuando le notificaron al ciego lo que había pasado, dijo:
–Mañana pongan una doble ronda de serenos que vigilen bien el pueblo,
pues en la noche sus deudos han de tratar de darle sepultura.
Entonces, para despistar, el tapatío salió en cadenas al anochecer con
su farola de papel china, invitando al barrio a fiesta en honor de tal santo;
ya que invitó se fue a casa de la comadre a preparar la fiesta de la noche
siguiente.
Para esto, mataron cochinos, hicieron aguas frescas, compraron bastante
pulque y apalabraron a los músicos. Después el tapatío se ocupó el mismo de
hacer un torito, de esos que echan cohetes, escondió en él el cuerpo de su
compadre el mexicano, a quien la comadre ya le había cosido la cabeza. Pues que
al día siguiente, en la noche, ya que todos estaban encandilados, sacó el
tapatío el torito encendido y a todo correr con todos los cohetes encendidos
atravesó el barrio y agarró para el
campo sin que nadie lo viera, pues el que no estaba dormido, estaba en
la fiesta que atendía la comadre; tanto que los serenos ni cuenta se dieron,
antes se divirtieron con el jolgorio. Mientras tanto el tapatío llego al campo
y enterró a su compadre.
El ciego lo supo y dijo:
–Mañana es día de misa y el que enterró al muerto no puede faltar por la
pena de azote. Como pasó la noche de sepultero no le va a dar tiempo de
cambiarse la ropa y como ha de estar lleno de tierra hasta el cogote, su propia
ropa lo ha de vender. Con eso sabremos de una vez quién es ese ladino, pues la
ropa o la tardanza lo han de entregar; hoy sí no tiene escape.
Entonces, desde el amanecer, montaron ronda en todas las puertas de la
iglesia; para esto el tapatío ya estaba adentro cuando se dio cuenta de que lo
acechaban, pero como no podían apresarlo en la iglesia, el tapatío se aprovechó
del momento; se puso al habla con un limosnero que, aunque pobre, no se le veía
mugre del día, entonces lo engatusó a que le cambiara su ropa; el limosnero
accedió, pues la ropa del tapatío, aunque sucia, no estaba rota. Entonces se metieron
dentro de un confesionario y allí se cambiaron. El limosnero salió todo
enlodado y el tapatío todo raído.
El tapatío, que era muy ladino, le dijo a su comadre:
–Si te piden taco, no les des de chiva–, pues ya le daba en el corazón
que habían de ir.
La comadre, cuando llegaron a pedirle taco, no lo dio de carne ni de
huesos, pero sí de caldo de chiva; así que dio igual.
Tan pronto como la comadre cerró, el fingido limosnero señaló la puerta
con una cruz de almagre y se fue a llamar a los alguaciles. Mientras tanto el
tapatío, a quien no se le pasaba nada, vio la cruz en la puerta; entonces, con
almagre también señalo dos o tres casas más; de modo que cuando llegaron los
alguaciles se hizo tal confusión, que ni a quien apresar por el robo de la
chiva. Y de aquí pasamos a saber cómo el tapatío, de ladrón pasó a zahorí, por
ladino.
Pues sucedió que volvió a verse tan pobre, que ya no podía ni con los
doce reales del bautizo, de suerte que decidió robarse una yunta de bueyes para
arar tierra y hacer sus siembras, y así lo hizo; pero sucedió que apenas el
tapatío se la robo, el dueño se dio cuenta y fue a ver al ciego para que le
diera consejo. Entonces el tapatío escondió la yunta en el cerro y se fue a su
casa a hacerse el disimulado mientras pasaba el alboroto.
El ciego dijo al dueño de la yunta: –Sigan al tapatío.
El tapatío lo supo y al darse cuenta que el ciego le andaba pisando los
talones, comenzó a cavilar y decidió cambiar de profesión, y como era tan
ladino:
Entre ladrón y
zahorí
Prefirió lo
adivino.
El dueño de la yunta, cansado de esperar a que el tapatío saliera para
poder seguirlo, se llegó a él y le pregunto si sabía de sus animales. El
tapatío, que ya estaba decidido a hacerse pasar por zahorí, le dijo:
–Si me das tanto más cuanto, te descubro el paradero de tu yunta–.
El dueño de la yunta pensó que el ciego no había podido adivinar esta
vez y por eso lo había mandado con el tapatío, porque sería un adivino de mayor
visión que él, así que acabó por apalabrarse con el ladrón, creyéndolo zahorí.
El tapatío le pidió siete velas y unas reatas, y que se consiguiera unos
peones que los acompañaran; en seguida se dirigieron al cerro, allí el tapatío
le dio a cada quien una vela, las prendió y les dijo:
–Por donde sople el viento doblarán las flamas, ellas nos indicarán con
su dirección donde estén los animales, por allí ganamos y ya verán cómo damos
con ellos.
Y así lo hicieron, y el tapatío por delante y los demás siguiéndolo,
llegaron donde estaba la yunta y el dueño hubo que pagarle buen dinero al ladrón,
que desde entonces tomó fama de zahorí y le hizo competencia al ciego.
Y ahora les contaré de como su fama llegó al poderoso y el trabajo que
le encomendaron.
Pues sucedió que a la princesa, hija del Mandamás de aquel lugar, le robaron el anillo, y el rey mandó a llamar al tapatío a ver si podía decir dónde estaba, pues hasta sus oídos había llegado la aventura de la yunta.
El Mandamás dio al tapatío tres días de plazo para que adivinara, a más le dio aposento y le puso tres sirvientes, pues a la noche iría el Mandamás a tomarle cuento.
Para esto, los tres sirvientes habían sido los que habían robado la sortija; allí tienen que, a medio día, el primer sirviente llevó el almuerzo al tapatío y éste dijo:
–Señor San Bruno,
aquí va uno,
pensando que ya se le había pasado el primer día de plazo.
Pero el sirviente, que no tenía la conciencia tranquila, se alarmó y fue a avisarles a los otros dos que el adivino ya andaba sospechando de él.
Al segundo día se presentó el segundo sirviente con el almuerzo, y el tapatío pensando en que ya era el segundo día y el nada adivinaba, dijo:
–Santo Dios,
parece que son dos.
El sirviente se asustó y les dijo a los otros: – Mal nos va con este adivino.
Pero los otros tranquilizaron y llegó el tercer y el tercer sirviente le llevó el almuerzo. El tapatío, en vista que de ya era el último día de plazo, dijo:
–San Andrés
ya con este son tres.
El sirviente, al oírlo, corrió a decírselo a los otros dos, y los tres creyéndose perdidos decidieron ponerle una prueba al tapatío a ver si de verás era zahorí y vía adivinando que eran ellos los ladrones, pues a la noche iría el rey a tomarle cuenta. Para eso fueron con el tapatío, lo vendaron y discurrieron llevarlo de paseo a ver si adivinaba dónde lo andaban trayendo. Y lo llevaron al traspatio; el tapatío, que como ustedes ya saben no tenía nada de adivino, ni se imaginaba donde lo habían llevado. Dijo en voz alta para si mismo: – Aquí la puerca torció el rabo. Como decir: –"Estoy perdido, ya me amolé". Y esto lo salvó, pues los tres sirvientes gritaron a coro:
– En verdad acertaste, aquí mismo matamos a la puerca. En seguida lo llevaron a su aposento y le entregaron el anillo, ofreciéndole tanto más cuanto si no los delataba. El tapatío aprovecho la ocasión y les pregunto que caprichos tenía la muchacha. Los sirvientes dijeron que tenía unas palomas habaneras muy consentidas. El tapatío les pidió que le llevaran una. Después enmaraño en una madeja de hilo la sortija y se la enredó a la paloma de las patas, mandando a los sirvientes que la regresaran al palomar. Así que cuando el Mandamás llegó a preguntarle si ya había adivinado, el tapatío le dijo: – El anillo lo tiene la paloma consentida de tu hija. La niña la tenía en su almohadilla y la paloma habanera se la llevó entre una madeja para hacer su nido.
Fueron luego al palomar y vieron que era verdad. El tapatío entonces recibió el dinero del rey y de los sirvientes, y se hizo rico, haciéndola a veces de ladrón y aveces de zahorí.
Pues sucedió que a la princesa, hija del Mandamás de aquel lugar, le robaron el anillo, y el rey mandó a llamar al tapatío a ver si podía decir dónde estaba, pues hasta sus oídos había llegado la aventura de la yunta.
El Mandamás dio al tapatío tres días de plazo para que adivinara, a más le dio aposento y le puso tres sirvientes, pues a la noche iría el Mandamás a tomarle cuento.
Para esto, los tres sirvientes habían sido los que habían robado la sortija; allí tienen que, a medio día, el primer sirviente llevó el almuerzo al tapatío y éste dijo:
–Señor San Bruno,
aquí va uno,
pensando que ya se le había pasado el primer día de plazo.
Pero el sirviente, que no tenía la conciencia tranquila, se alarmó y fue a avisarles a los otros dos que el adivino ya andaba sospechando de él.
Al segundo día se presentó el segundo sirviente con el almuerzo, y el tapatío pensando en que ya era el segundo día y el nada adivinaba, dijo:
–Santo Dios,
parece que son dos.
El sirviente se asustó y les dijo a los otros: – Mal nos va con este adivino.
Pero los otros tranquilizaron y llegó el tercer y el tercer sirviente le llevó el almuerzo. El tapatío, en vista que de ya era el último día de plazo, dijo:
–San Andrés
ya con este son tres.
El sirviente, al oírlo, corrió a decírselo a los otros dos, y los tres creyéndose perdidos decidieron ponerle una prueba al tapatío a ver si de verás era zahorí y vía adivinando que eran ellos los ladrones, pues a la noche iría el rey a tomarle cuenta. Para eso fueron con el tapatío, lo vendaron y discurrieron llevarlo de paseo a ver si adivinaba dónde lo andaban trayendo. Y lo llevaron al traspatio; el tapatío, que como ustedes ya saben no tenía nada de adivino, ni se imaginaba donde lo habían llevado. Dijo en voz alta para si mismo: – Aquí la puerca torció el rabo. Como decir: –"Estoy perdido, ya me amolé". Y esto lo salvó, pues los tres sirvientes gritaron a coro:
– En verdad acertaste, aquí mismo matamos a la puerca. En seguida lo llevaron a su aposento y le entregaron el anillo, ofreciéndole tanto más cuanto si no los delataba. El tapatío aprovecho la ocasión y les pregunto que caprichos tenía la muchacha. Los sirvientes dijeron que tenía unas palomas habaneras muy consentidas. El tapatío les pidió que le llevaran una. Después enmaraño en una madeja de hilo la sortija y se la enredó a la paloma de las patas, mandando a los sirvientes que la regresaran al palomar. Así que cuando el Mandamás llegó a preguntarle si ya había adivinado, el tapatío le dijo: – El anillo lo tiene la paloma consentida de tu hija. La niña la tenía en su almohadilla y la paloma habanera se la llevó entre una madeja para hacer su nido.
Fueron luego al palomar y vieron que era verdad. El tapatío entonces recibió el dinero del rey y de los sirvientes, y se hizo rico, haciéndola a veces de ladrón y aveces de zahorí.
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