jueves, 30 de octubre de 2014

El Gato negro

El Gato Negro
(La Rumorosa Y Los Aparecidos)

Hace años, en un pueblo de Ensenada, vivía una muchacha que amaba a los gatos. Aparte de trabajar, se dedicaba a cuidarlos, alimentarlos y darles cariño; siempre estaba rodeada de ellos, cuando veía a uno abandonado en la calle se lo llevaba a su casa. Todos los vecinos sabían de su amor hacia esos animales, es por esta razón que en vez de llamarla por su nombre, le decían la muchacha de los gatos.                   
Sucedió que una noche se despertó al oír fuertes golpes en la ventana. Pensó que era algún vecino que necesitaba algo y al asomarse se sorprendió, pues no había sino un gato negro que la miraba con ojos brillantes. Ella le abrió para dejarlo entrar y el gato se le acercó ronroneando, así que lo acarició un rato y luego se volvió a dormir.
Pasaron varios días. El gato negro era el más cariñoso de todos los que vivían con la muchacha, la seguía adonde iba y ¡hasta dormía en su cama! Sin embargo, la joven se dio cuenta que los otros gatos empezaron a alejarse, a irse de su casa; no entendía por qué y sentía tristeza, pues cada vez tenía menos animales. De entre éstos, ella quería especialmente a una gata siamés, a la que había criado desde pequeña; temerosa de que también se alejara decidió dedicarle más tiempo.

Una tarde la joven llegó de trabajar y, con gran pesar, se fijó que sólo dos gatos se acercaron a ella: la siamés y el negro. Levantó a la gata, la abrazó, la besó y se sorprendió mucho al ver que el gato negro se enojaba; a ella le dio miedo porque los ojos se le pusieron rojos, se le pararon los pelos del lomo y empezó a gruñir tan fuerte que parecían los gritos de una persona. A la noche siguiente, mientras le servía leche a su gata, el gato negro se acercó y comenzó a maullar enojado; al ver esto, la muchacha trató de levantar a la siamés, pero el gato saltó sobre la gata y pelearon ferozmente. Desesperada por no poder separarlos, corrió a buscar una escoba. Cuando regresó, la gata estaba muerta y el gato negro se lamía las garras. Entonces la joven se puso a llorar, y con la escoba echó al gato a la calle. Durante varias noches, el animal estuvo maullando en la ventana, esperando que le abriera para entrar.

Cierto día en que la muchacha regresó, encontró al gato dentro de la casa y se espantó, porque se veía enorme, grandísimo. Trató de sacarlo y el gato ni se movió, sólo se quedó viéndola a los ojos; de pronto ¡saltó sobre ella, arañándola y mordiéndola! La muchacha quiso zafarse, gritar, pero el gato enredó su larga cola en el cuello de la joven y apretó hasta que ella dejó de respirar. El negro animal se quedó un rato junto al cuerpo, luego salió por la ventana y desapareció en medio de la noche.

Nadie se hubiera enterado de la muerte de la joven, pero los otros gatos regresaron apenas huyó el gato negro y, al ver que ella no se movía, se pusieron a llorar. El llanto de tantos gatos hizo que la gente fuera a asomarse; sólo así encontraron a la pobre muchacha.

Sólo una sombra...

Sólo una sombra...  
(Revista: Big Bang)

Comenzó a arrastrarse desde un rincón de mi cuarto. Escondiéndose en la oscuridad, avanzando despacio. Mas negra que la noche y el carbón. Yo la miraba desde mi cama, sorprendido. Acababa de despertar de una pesadilla espeluznante, en la que algo me perseguía, pero no podía verlo. Algo se acercaba a mi, y si me alcanzaba, me mataría. Cuando me desperté, la vi. Una sombra desprendiéndose de las otras sombras. Al principio pensé que era sólo mi imaginación, que todavía estaba soñando. Pero las otras sombras no se movían, así que esta no era una simple sombra.
Avanzaba ondulante, como una víbora muy larga y gruesa.
Sabemos que las sombras desaparecen si prendes la luz, pero sabía que esta no era una sombra, así que no tenía caso prender la lámpara de la mesa de noche.

La figura oscura había llegado al borde de mi cama. Ahora comenzaba a reptar para subir por un extremo. Yo encogí las piernas y me pegué a la cabecera, con el corazón golpeando mi pecho. Sentí perfectamente su peso cuando alcanzó el colchón. Pero ahora ya no parecía víbora, sino una garra, con seis largos y huesudos dedos. Se movía abierta como una araña, jalando un poco las cobijas para empujarse hacia mí. Y no tenía cuerpo. Me moví y la garra reaccionó a mi movimiento, como si tuviera ojos. Se abrió, abarcando casi el ancho de la cama. Pesada como plomo. Llego hasta mis pies y los agarro. A través de la cobija, percibí que era helada, como un día de invierno. Estaba paralizado, solo podía observar como la garra-sombra iba subiendo, helando mi cuerpo. Comencé a gritar y se me echó encima, sofocando mi voz. Me cubrió por completo y entonces me di cuenta de que tenía pulso, como si fuera un ser vivo.
No podía ver nada, sólo oscuridad. La garra comenzó a apretar, y cada vez que lo hacía yo sentía que me asfixiaba. Cada vez me faltaba aún mas el aire, la garra se estaba cerrando más, si lo hacía aún más me mataría. De repente la puerta se abrió. La luz se encendió.
Yo estaba completamente enredado en las cobijas, pero ya no sentía frío ni presión, la garra había desaparecido.
–¿Qué tienes, por qué gritas? – preguntó mamá.
–Tuve... una pesadilla– dije, mientras ella me liberaba de las cobijas y me abrazaba.
Ahí, en los brazos de mamá, todo estaba bien. Entonces, por encima de su hombre pude ver en un rincón, algo que se replegaba contra la pared. Parecía una sombra, pero yo sabía que no lo era, y que en cuanto volviera a quedarme solo...

sábado, 25 de octubre de 2014

Presencias Del Más Allá


Presencias Del Más Allá
(Historias reales de espantos y aparecidos)(Por Pilar Obón)
La familia Sánchez llego a su nuevo hogar, en una ciudad del estado de Sonora. La habían conseguido por un buen precio, y habían invertido el resto de sus ahorros en acondicionarla, puesto que llevaba varios años deshabitada.
No era una casa lujosa, pero con sus tres recámaras, era suficiente para el matrimonio y sus dos hijas, Karla de quince años, y Maura de siete.
Estacionaron el auto ante la pequeña verja. El jardincito de entrada tenía un pasto recién sembrado, y la casa parecía estar esperándoles.
Emocionados como estaban, se apresuraron a entrar. Sólo Karla creyó notar, en una de las ventanas superiores, una figura detrás de la cortina de gasa, que se retiró rápidamente. La adolescente no dijo nada. Ya bastante tenía con que su familia pensara que era demasiado imaginativa, para todavía dejar que creyeran que ella tenía alucinaciones.
La pequeña Maura cruzó corriendo la casa y salió al jardín trasero por la puerta de la cocina. Allá había unos viejos columpios, que su padre había arreglado para que ella pudiera mecerse.
La niña se detuvo en seco. Los tres columpios se balanceaban, y no había viento que los moviera.
Como era una niña valiente, se adelantó y detuvo uno de ellos. Se sentó, pero sus pies apenas rosaban el suelo. Imposible impulsarse. Entonces sintió unas manos que la empujaban suavemente. Volteó y vio un anciano que, parado detrás de ella le sonreía.
–¿Quién eres? – pregunto la niña.
–El señor Montiel – contestó el hombre–. ¿Y tú?
–Yo soy Maura. ¿Vives por aquí?
–Sí – dijo él–.¿Quieres que te empuje?
La niña asintió, y pronto se balanceaba alegremente impulsada por el anciano.
Media hora después, su madre salió a llamarla.
–¡Maura, ven, tienes que ordenar tu cuarto!
–¡Ay mamá, un ratito más!
–Es eso quedamos, hija.
La niña se bajó del columpio y se volteó para darle las gracias al amable señor Montiel. Pero no había nadie más.
–¿Dónde está? – dijo.
–¿Quien, mi vida?– preguntó su madre.
– El señor Montiel, un viejito que me estaba empujando el columpio.
–Aquí no hay nadie, Maura.
–¡Pero estaba aquí!
Impaciente, la señora Sánchez, pensó que su hija estaba volviendo con esa cosa de los amigos imaginarios. Dios sólo sabía por qué le había dado esas dos niñas soñadoras (no se atrevía a llamarlas mentirosas: era su madre, después de todo).
En el piso superior, Karla ponía en orden sus cosas. Miró el antiguo espejo que había quedado de los habitantes anteriores y sonrió. Le gustaba tener un espejo de cuerpo entero. Era casi lo único que le gustaba de esa casa.
Después de asegurarse de que Maura estuviera guardando sus juguetes y acomodando su ropa, la señora Sánchez entró al cuarto de su hija mayor, y se paró a un lado del espejo.
–¿Ya terminaste? – preguntó.
Karla la miró, y sintió un escalofrío. Reflejada en el espejo, pudo ver claramente a una figura que tenía la cara cubierta por una capucha, parada detrás de su madre. Pero sólo era una imagen. No había nadie más ahí más que ellas.
–¿Qué tienes?¡Estás pálida! – exclamó la madre, preocupada.
–Nada mamá, estoy bien, de veras V contestó la adolescente.

Durante la cena, la pequeña, La pequeña Maura contó a su padre el episodio en el jardín.
–Era muy amable, papá. me dijo que se llamaba el señor Montiel. Traía un chaleco café, como los que usaba mi abuelito.
El señor Sánchez cruzó con su esposa una mirada de resignación. Él tampoco entendía de dónde habían salido sus hijas tan imaginativas.
–Sigue comiendo, Maura–recomendó su madre.
–¿Y qué más pasó con el señor Montiel? – preguntó Karla, súbitamente interesada–. ¿Cómo era?.
–Flaco, con el pelo blanco–contestó Maura.
El señor Sánchez, hizo un esfuerzo por desviar la conversación.
–Mañana voy a explorar el sótano – anunció –. ¿Alguien quiere ayudarme?
–¡Yo! – exclamó Maura emocionada –. ¿Tú crees que encontremos algún tesoro, papá?
–No sé lo que encontraremos- respondió éste–. Son trebejos de la familia que  vivía aquí.
–¿Quiénes eran? – preguntó Karla.
–No lo sabemos, hija  respondió el señor Sánchez –. Yo traté con una agencia corredora de bienes raíces.

La noche cubrió el cielo  con su manto de tinieblas, y una luna  pálida asomó entre las nubes. Acostada en su cama, Karla podía verla a través de la ventana. Había algo en esa casa que no le gustaba. Estaba segura de haber visto una  figura encapuchada, pero temía que sus papás pensaran que solo era su imaginación.
El cansancio de día acabó por vencerla, y se quedó dormida.
Despertó sobresaltada. Escuchaba voces que parecían entonar un cántico, de esos que se usaban en las iglesias, gregorianos. Se incorporó en la cama, alerta. Las voces comenzaron a murmurar su nombre.
–Karla...Karla...
Venían de la pared. De la puerta. Del espejo. De todas partes. Asustada, se tapó los oídos y se sumergió en las conijas. Al poco rato, las voces cesaron, pero ella ya no pudo conciliar el sueño.

El sótano era un desastre. Lleno de cajas con cosas empolvadas e inservibles. Viejos vestidos, libros deshojados.
¡Mira papá, qué raro!– exclamó Maura, sacando de las cajas una prenda de ropa–.
¡Es el chaleco del señor Montiel!
–Hija,estás imaginando cosas– dijo el señor Sánchez, fastidiado, quitándole el chaleco y devolviéndolo a la caja–. Todo esto tendrá que ir a la basura.
Pero Maura ya estaba abriendo otra caja. Extrajo de ella un viejo álbum de fotos, y se sentó a mirarlo alegremente en el suelo terroso a mirarlo.
–Papá, ven –dijo–. Mira, éste es el señor Montiel.
Algo en el tono de su hija advirtió al padre que ésta no mentía. Se aproximó a ella y miró la fotografía. Un anciano delgado, vestido con chaleco, sonreía a la cámara. Era exactamente como Maura lo había descrito.
El señor Sánchez tomó el palbum y pasó las páginas. Había muchas fotos de Montiel. Aparecía junto a una mujer, que debía ser su esposa, y con un muchacho robusto y de expresión hostil.
En ese momento, en el piso superior, Karla comenzó a gritar.

La familia irrumpió en la habitación de la adolescente. Las cosas volaban a su alrededor mientras ella, aterrorizada, señalaba hacia el espejo.
–¡Salió de ahí! ¡El  hombre de la capucha! ¡Está lanzándome cosas!
Aterrados, el matrimonio Sánchez y su hija Maura vieron cómo libros, ropa, mochilas, peines y accesorios volaban por los aires y golpeaban a Karla, que se defendía cubriéndose la cabeza con las manos.
La señora Sánchez corrió a abrazar a su hija y, cuando lo hizo, todo volvió a la calma. objetos que  un segundo antes habían estado en vilo, cayeron pesadamente al suelo.
–Tenemos que hablar – dijo el señor Sánchez.
Esta vez, Karla no se guardó nada. Contó a sus padres de la sombra que había creído ver cuando llegaron, de la figura encapuchada que se había parado detrás de su madre, de las voces que había escuchado. Después de presenciar el ataque, ninguno de sus padres se atrevió a decir que eran imaginaciones.
– Y está también lo del señor Montiel – dijo el señor Sánchez.
Procedió a contar el descubrimiento en el sótano. El chaleco, las fotos...
–¿Qué hacemos? – dijo la señora Sánchez.
– Largarnos de aquí– opinó Karla.
–¡No! – protestó Maura –. A mi me gusta el jardín y además el señor  Montiel es muy amable.
–Antonio – dijo la señora, dirigiéndose  a su marido–. Tenemos que averiguar quiénes eran los dueños de esta casa, y qué pasó aquí. Pero  antes, debemos llamar un sacerdote.

Ese mismo día un cura bendijo la casa. Y las cosas se calmaron durante algunas semanas. Mientras tanto, Karla se dedicó a navegar por Internet. Una tarde, encontró lo que buscaba.
–La casa perteneció, efectivamente, a unos señores Montiel – dijo a su familia esa noche–. Tenían un hijo: Ramón. pero algo pasó y la casa fue puesta a la venta. Nadie quiso comprarla, y así transcurrieron varios años. Hasta que llegamos nosotros.
– Yo he estado averiguando en la agencia corredora de bienes raíces – añadió a su vez el señor Sánchez–. Quedaron de ponerme en contacto con la persona que les encargó que vendieran la casa.

Al día siguiente, la señora Sánchez estaba en el jardín. No comprendía por qué, a pesar de todos sus afanes, todas las flores que sembraba ahí se marchitaban.
Les falta abono– dijo una voz detrás de ella.
La mujer volteó sobresaltada. Un frío glacial se arrastró por su espalda. Ahí, ante ella, estaba un anciano delgado con chaleco café.
La señora Sánchez no esperó a ver que más le decía esa aparición. Echó a correo hacia la casa. Cuando se asomó por la ventana de la cocina, Montiel ya no estaba ahí.
Esa noche, las voces volvieron. Pero esta vez, Karla llamó a sus papás. El matrimonio Sánchez sintió que la piel se les erizaba. Eran cánticos. Cánticos religiosos, pero más bien parecían diabólicos. Y murmullos, mencionaban el  nombre de Karla. Sin ponerse de acuerdo, miraron hacia el espejo. ahí apareció una figura con la cara cubierta.
La capucha cayó, y los tres reconocieron a Ramón, el hijo de los Montiel. De entre sus ropas, sacó un hacha, estaba ensangrentada...

La familia se trasladó a un hotel cercano. Al día siguiente, alguien los fue a buscar. Una mujer que dijo llamarse Ariadna Montiel, Era lo propietaria original de la casa.
–Soy hija de Ramón – reveló cuando todos se hubieran reunidos en la cafetería del hotel; menos la pequeña Maura, que había sido enviada con sus tíos a Guadalajara.
–¿Por qué...? – Comenzó Karla.
–Espera –interrumpió Ariadna, haciendo un gesto con la mano –. Estoy aquí para contarles la historia, y también para pedirles perdón.
La dejaron hablar. Y lo que les contó aquella mujer parecía sacado de una novela de terror, no de la vida real.
– Mi padre siempre fue un chico raro. No se llevaba con los muchachos de su edad, era muy solitario. Mis abuelos lo trataban con cariño, pero reconocían que a veces, que su hijo tenía comportamientos agresivos.
"Mis padres no se casaron. Tal parece que fue asunto de una sola vez. Ramón nunca quiso reconocerme, pero mi abuelo, el señor Montiel, hizo lo que le pareció justo y me dió su  nombre y su apellido. También le dio a mi madre una pequeña pensión. Ella y yo nos fuimos de Sonora.
Ramón nunca le perdonó a su padre que me incluyera en la familia. En su mente ya perturbada, lo consideró una traición. Cuando nosotras nos fuimos, se volvió más agresivo. Estaba enfermo, muy enfermo mentalmente. Un día después de una discusión, se procuró un hacha. Entró a la casa y, en su rapto de locura, dio muerte sádicamente a sus padres, que no pudieron defenderse ante ese gigante enfurecido. La casa quedó convertida en una carnicería, había sangre por todas partes. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, Ramón se quitó la vida. El asunto fue silenciado, y yo heredé esta casa.
Para entonces, mi madre había muerto también. Puse la casa en venta, pero la gente decía que aquí asustaban, que los fantasmas de mi abuelo y de mi padre se aparecían. Por eso permaneció deshabitada, Las personas no quieren ligarse con lugares donde hayan ocurrido hechos violentos
Hasta que llegaron ustedes, que venían de fuera y no podían saber nada. Yo pensé que lo de los fantasmas eran habladurías, jamás imaginé que eso fuera real, y mucho menos que el espectro de Ramón, cargado de odio, pudiera ser agresivo.
Creánme que lo siento. Si desean devolver la casa, no puedo negarme."

Esto ocurrió hace dos años. Hoy ya no existe la casa donde tuvieron lugar estos desdichados acontecimientos. En este lugar hay una clínica de salud del gobierno. Pero las presencias siguen allí. Cuando menos una. Hay médicos, enfermeras y pacientes que juran que algunas noches se puede ver una figura encapuchada recorrer lentamente los pasillos: y algunos creen haber visto asomar, entre sus ropas una hacha ensangrentada...