lunes, 16 de noviembre de 2015

El Jinete Sin Cabeza

(La Rumorosa Y Los Aparecidos)(Adaptación de Rubén Fischer)(Leyendas Mexicanas)
Un señor ya viejo que se llamaba Carmelo, tenía una parcela en el valle de Mexicali donde sembraba, según la temporada, algodón o trigo; lo cuidaba mucho y tenía la costumbre de regarla en la madrugada, porque a esa hora las matas aprovechaban más el agua. Un día como a eso de las cuatro de la mañana, escuchó muy cerca el trote de un caballo, se le hizo muy extraño que alguien anduviera por ahí, pre con todo y eso, dijo con amabilidad:
— ¡Buenos días!
Como no le contestaron volteó y cuál fue su sorpresa pues no había nadie, aunque el Canelo, su perro, no paraba de ladrar. Nunca creyó en cosas de espantos y, sin embargo, esta vez le ganó el miedo. Trató de calmarse y se fue para su casa, todo el día se la pasó inquieto; a la hora de la comida le platicó a su mujer lo que había ocurrido, pero ella no le creyó.
Pasaron lo días y nada extraño sucedió en la parcela, pero un lunes muy temprano el señor salió acompañado de Canelo y cuando subió a su troca se dio cuenta de que había olvidado su lonche, al regresar a su casa, un caballo desbocado que corría sin freno hizo que se parara en seco, pues el animal andaba sin tocar el piso y se dirigía justo hacia él, casi lo tenía encima ¡Cuando desapareció!
El señor tragó saliva y no se movió durante un buen rato, todavía tembloroso entro a su casa, donde se quedó medio dormido; a medio día su señora lo despertó.
— Carmelo, levántate a comer, ¿qué tienes? Estás Pálido.
— Es que me pasó una cosa bien fea y ya no pude ir a la parcela — dijo el señor y le contó lo del caballo aparecido.
 Al escuchar a su marido, la señora se persignó y al ver que se dirigía hacia afuera le dijo:
—¡No vayas a la milpa, te puede suceder algo malo!
El señor no le hizo caso, se subió a la troca y se fue. Al llegar dio unos pasos y se paró bajo un frondoso árbol. Subían a lo lejos los últimos rayos de sol, cuando a sus espaldas escuchó las pisadas de un animal que se acercaba, al voltear, descubrió a un enorme caballo blanco frente a él, lo montaba un jinete vestido de charro, quien dejó al viejo paralizado del terror, pues su cuerpo terminaba en los hombros: ¡No tenía cabeza!
—¿Quién eres? — preguntó armándose de valor — ¿Para qué me quieres?
No hubo respuesta alguna. El señor empezó a sudar, quería moverse y no podía, ver al jinete sin cabeza lo había paralizado. Entre las ramas del árbol sólo se escuchaba el sonido del viento. En eso, se escuchó una voz que venían de quién sabe dónde, parecía que salía de la tierra porque era hueca y tenebrosa:
— Soy Joaquín Murrieta, seguro que has oído hablar de mí; vengo a confiarte un secreto.
 — ¿Qué es lo que quieres? — dijo el señor en voz alta.
— Escucha con atención lo que voy a decirte: en esta parcela enterré un magnifico tesoro y quiero dártelo con una condición.
—¿Cuál? — preguntó Carmelo.
—Sólo tú puedes desenterrarlo, nadie, absolutamente nadie más debe hacerlo, porque aquél que lo haga, caerá muerto como lluvia del cielo y tú junto a él.
La voz se fue apagando, en un abrir y cerrar de ojos el descabezado desapareció con todo y caballo. El señor quedó sorprendido, después de un rato se subió a su troca y se dirigió al pueblo. Cuando llegó era tanta su emoción, que a todos los que veía les platicaba su aventura y su buena suerte. Reunió las herramientas que necesitaba y regresó a la parcela, pero no volvió solo, lo acompañaba un grupo de hombres.
A Carmelo no le importó que destruyeran su sembradío, ya que por todos lados hacían hoyos con picos y palas; al cabo de unas horas, uno de ellos gritó  que había dado con algo. Se fueron a ese lado del terreno y escarbaron con los rostros lleno de felicidad. Encontraron costales hartos de monedas, cadenas, anillos y otros objetos de oro y plata. Brincaban haciendo bulla, pero eso no duró mucho: un jinete sin cabeza en un gran caballo apareció entre ellos. 
Carmelo se acordó entonces de la advertencia de Joaquín Murrieta, sin embargo ya era demasiado tarde. El jinete sin cabeza dio una orden a su caballo, éste pateó la tierra y el tesoro empezó a hundirse jalando a todos los que estaban ahí entre gritos de horror y desesperación.
Carmelo suplicó que no lo hiciera, que lo castigará a él y no a aquellos inocentes, pero fue inútil: en unos segundos no quedaba nadie, sólo Carmelo y el jinete, que desapareció sin decir nada.
Carmelo regresó a su casa, no dijo nada a su esposa, se sentó en la entrada y no se movió más. Pasaron los días, el viejo no volvió a comer y se fue secando, secando hasta que murió. 
Nadie más supo de lo ocurrido. Se dice que Joaquín Murrieta sigue cabalgando por aquellas tierras buscando a quien darle su tesoro.