sábado, 21 de marzo de 2015

Ayer

Mario Benedetti 

Ayer pasó el pasado lentamente
con su vacilación definitiva
sabiéndote infeliz y a la deriva
con tus dudas selladas en la frente

Ayer pasó el pasado por el puente
y se llevó tu libertad cautiva
cambiando su silencio en carne viva
por tus leves alarmas de inocente

Ayer pasó el pasado con su historia
y su deshilachada incertidumbre/
con su huella de espanto y de reproche

Fue haciendo del dolor una costumbre
sembrando de fracasos tu memoria
y dejándote a solas con la noche.



El Campanero De La Muerte

El Campanero De La Muerte
(Historias reales de espantos y aparecidos) (Por Pilar Obón)
Un pueblo perdido en la sierra Michoacán, fue el escenario de esta extraña, historia.
La gente del lugar comenzó a darse cuenta de que algo no estaba bien con el Padre Juan, cuando un domingo, en plena misa de 12, se presento en estado inconveniente.
Borracho como una cuba, el sacerdote apenas pudo llegar antes de trastabillar y caer vergonzosamente. Sus acólitos lo recogieron y lo llevaron a la sacristía. La misa se canceló y, mientras la gente se alejaba murmurando.
En verdad, hacía tiempo que el pobre padre Juan era alcohólico y había logrado mantenerlo en secreto hasta ese día.
Y el pueblo, que rara vez es misericordioso, comenzó a evitarlo en lugar de ayudarlo. Cada vez menos gente asistía a sus misas, a pesar de que él había hecho promesas formales de regenerarse, que al contrario se sumía mucho más en el alcohol.
Una tarde, en el autobús de las cuatro, llegó una carta para él. Era de la diócesis del lugar. Gente importante del pueblo se había quejado de su conducta. Se le ordenaba terminantemente que abandonara el pueblo y se presentara en la cabecera del estado para ser degradado de ignominia. Es decir, que dejaría de ser sacerdote. 
Fue más de lo que esta alma enferma  y atormentada pudo soportar. Esa misma noche, echó a vuelo las campanas, y el pueblo se reunió ante la iglesia, más por morbo que por verdadera compasión.
Grande fue la sorpresa y escándalo que les causó ver al padre Juan, vestido con su indumentaria de oficiante, parado en lo alto del campanario y perfectamente sobrio.
–¡Dios mío, perdóname! – gritó el sacerdote ante el pueblo silencioso–. ¡Mensajero de la muerte soy! ¡Acógeme, aunque no soy digno de acercarme a ti!
Un grito ahogado brotó de la multitud cuando el sacerdote saltó del campanario y se estrelló contra el pavimento, doce metros más abajo. Su cuerpo sin vida fue enterrado fuera del camposanto, porque el ser sepultado en territorio sagrado les está vedado a los suicidas.
Ponto, otro padre, más joven y sano, fue enviado para relevar al sacerdote muerto. Como la memoria de los pueblos suele ser corta, pronto la gente olvidó al antiguo párroco cuando el escándalo palideció a fuerza de ser comentado una y otra vez en los portales de las casas. No pasaría mucho tiempo antes de que lo recordasen otra vez...

El padre Azrael estaba contento con su parroquia. Lamentaba profundamente el triste fin de su antecesor, y rezaba todas las noches por la salvación de su alma. Como hombre religioso, sabía que el padre Juan no tenía perdón según las leyes de la Iglesia pero que Dios, en su infinita misericordia, podría entender que esa alma descarriada sólo había cometido el pecado de enfermarse. Azrael era lo suficientemente moderno para comprender que el alcoholismo no es un vicio, sino un autentico progresivo y mortal, y que, en ese sentido, no era un pecado, sino una cruz.
Una noche, después de decir sus oraciones y rezar el padrenuestro de costumbre por el alma del padre Juan, el padre Azrael creyó escuchar ruidos en la sacristía.
Se asomó alumbrándose como una linterna de pilas –había que ahorrar lo poca energía que llegaba a ese pueblo perdido en la sierra.
En medio de las sombras, le pareció ver la silueta de un sacerdote que cruzaba presurosa la puerta que daba a las escaleras que llevaban al campanario. Iba  a seguirla cuando, de pronto, las campanas de la iglesia comenzaron a sonar. Atónito el Padre Azrael pudo ver cómo las cuerdas subían y bajaban sin que nadie las moviera. Persignándose, se cayó de rodillas y de su alma salió una plegaria:
–¡Dios mío! ¡Ayúdanos!
Al día siguiente, hubo una muerte en el pueblo.
Una de las ancianas, que vivía con su nieta, fue encontrada sin vida en su cuarto. El médico dicatminó que se había tratado de un paro cardíaco.
El padre Azrael administró los últimos sacramentos al cuerpo, que fue enterrado en el cementerio. Tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para dominar el violento miedo que seguía sintiendo desde que viese la aparición y las campanas se hubiesen echado al vuelo, hecho que no había comentado con nadie. 
El asunto se repitió una semana después. De nuevo, Azrael escuchó ruidos en la sacristía y vislumbró la figura de un sacerdote que se parecía mucho al difunto padre Juan subir por las escaleras del campanario. Las campanas sonaron, y a la mañana siguiente, dos niños que habían salido al campo fueron encontrados muertos. Se habían ahogado en el río.
Dos veces más, y otras dos muertes inesperada.
De pronto , el pueblo comenzó a atar cabos. Eran varios los que juraban que, muy tarde en las noches anteriores a los decesos, habían visto al padre Juan cruzar la plaza principal. Poco después, las campanarios se habían echado a rebato solas.
Esto siguió hasta que el pueblo, poseído por un temor religioso, comenzó a esperar con angustia el tañido de las campanas anunciado el siguiente deceso.
Empezaron a llamar al padre Juan como "El campanero de la muerte".
Hasta que el padre Azrael decidió que ya era suficiente.
–¡Dios mío! – dijo, postrado de hinojos ante el cristo del altar mayor - líbranos por piedad de esa alma atormentada , e indícame en tu infinita sabiduría, que debo hacer para darle la paz que todos tus hijos arrepentidos se merecen. Y así se sumió en una profunda meditación.
Llamó a rebato. Al principio, la gente no salió. Pero el barrendero vio que era el padre Azrael el que estaba tocando, y de pronto la voz se extendió.
– Hermanos – dijo el joven cura, cuando la mayoría del pueblo se hubo reunido –, el alma del padre Juan es un alma perdida que debe ser devuelta al camino de la luz. Podemos hacer una misa en su honor y perdonarlo de corazón. Sólo así evitaremos que las campanas de la muerte vuelvan a tocar en este pueblo.
Acto seguido la misa se celebró. Casi toda la gente rezó a Juan por miedo, pero algunas buenas almas, entre ellas la del padre Azrael, lo hicieron honestamente, sintiendo autentica compasión por el viejo sacerdote que se había quitado la vida en un acto de desesperación. El perdón sincero que emanó de estas personas fue suficiente para que la misericordia ejerciera su divina influencia.
A partir de es día, nunca más las campanas del pueblo doblaron lanzando un fúnebre presagio. 
Y alguien, mando a poner en la lápida del padre Juan: "Campanero de la muerte, Dios te ha perdonado"....