sábado, 31 de octubre de 2015

El Cuchillo Delator

(Leyenda Española)
Llovía a mares. Un viento huracanado se filtraba a través de los postigos de las ventanas de la posada amenazando con abrirlas de par en par de un momento a otro.
Pocos serían los viajeros que andarían por los caminos aquella noche con semejante tiempo. Esto era precisamente lo que estaba diciendo el ventero en aquel momento mientras miraba con malhumor las mesas vacías y el fuego semiapagado del hogar. Mal negocio era aquel, pues por aquellos parajes pocos eran los viajeros que solicitaban albergues. Aquellas tormentas eran capaces de alejar de alejar  de aquellos contornos hasta el mismísimo diablo. Mientras el hostelero pensaba en tales cosas, de repente, oyó unos fuertes aldabonazos en la puerta. Rápidamente fue a abrir y se encontró ante un caballero montado en un brisco corcel y totalmente empapado de agua.
– Bienvenido, señor –dijo el hostelero con cara alegre.
El caballero parecía un hombre acaudalado y el posadero siempre se mostraba amable con tales huéspedes.  
–Bien hallado, buen hombre. Déjame entrar enseguida. Quiero acercarme al fuego para secar mis ropas empapadas. Entre tanto, lleva mi caballo a la cuadra, sécalo y dale un buen pienso. El pobre bien lo merece porque traerme sano y salvo hasta aquí en un día como hoy es una auténtica proeza.
–Cierto, señor. Las tormentas de esta región son algo verdaderamente impresionante.
Tras decir aquello, el hostelero ayudó a descabalgar al desconocido. Luego cogiendo el caballo por la brida se apresuró a llevarlo a la cuadra.
El caballero permaneció un buen rato calentándose junto al fuego. Para estar más cómodo depositó dos bolsas que llevaba, al parecer repletas de doblones, en el banco y acercó sus manos a las crepitantes llamas con aire de satisfacción. Al cabo de un rato entró el posadero. Tan pronto como abrió la puerta sus ojos se clavaron en aquellas dos bolsas de cuero que el caballero tenía a su lado, sobre el banco. Por el tamaño y por lo llenas que estaban, el ventero pensó que había allí dinero suficiente para comprar cincuenta ventas como la suya, por lo menos. Sin decir nada, el posadero empezó a servir la cena. El caballero comía con buen apetito y se notaba que estaba de buen humor. El hostelero con muy buenas palabras empezó a darle conversación y se dio tal maña que al cabo de media hora  ya sabía  que se trataba de un hombre muy acaudalado que iba a comprar ciertos terrenos en una villa próxima. Hablando dieron las doce de la noche. El viajero decidió ir a acostarse. El posadero se apresuró a guiarle hasta su habitación.
Mientras acababa de arreglar el comedor el hombre empezó a sentirse tentado por una irresistible codicia.  Aquellas dos bolsas de dinero solucionarían su vida. Jamás tendría que preocuparse del sustento si  lograba apoderarse de ellas. Mil veces aquel siniestro pensamiento cruzó su mente.  Con cautelosos pasos empezó a subir la escalera, se acercó a la puerta de la habitación del huésped, prestó oído atento y no percibió ningún sonido.
Al pie de la cama, sobre un escabel, había dos bolsas de cuero. Los ojos del posadero relampaguearon de codicia. Muy despacio introdujo una ganzúa en la puerta y lentamente le hizo dar la vuelta hasta que ésta se abrió. Procurando andar siempre pegado a la pared se acercó a la cama para coger las dos bolsas de cuero. Pero en aquel momento el caballero abrió los ojos. Entonces el posadero ciego de rabia al verse descubierto, sacó su cuchillo de caza y rápido como el rayo lo hundió en el pecho del caballero que murió al instante. Inmediatamente escondió las bolsas de cuero en la alacena, cogió el cadáver, lo metió dentro de un saco y andando bajo la lluvia lo llevó hasta el lago de Taravilla. Una vez allí, echó el saco al fondo del lago y se dijo que ya podía dormir tranquilo, pues en una noche como aquella nadie le habría visto salir de casa de nadie tampoco habría visto entrar al caballero a la posada..
Con sonrisa diabólica el posadero no cesaba de repetirse hasta aquel momento que todo salía a pedir de boca. A grandes pasos se dirigió otra vez a la venta, entró, cerró la puerta con llave, contó el dinero  y lleno de satisfacción comprobó que aún era más de lo que se había imaginado. Inmediatamente se fue a acostar, pero aún no había empezado a desnudarse cuando de repente profirió una horrible maldición. Acababa de acordarse de que se le había olvidado sacar el cuchillo, lo había dejado clavado en el cuerpo del muerto y lo peor es que en el cuchillo estaban grabadas sus iniciales. Si se descubría el cadáver estaba perdido. Sin embargo, pronto se tranquilizó a sí mismo diciéndose que nadie iba a entrar jamás  aquel cadáver. ¿Quién sería capaz de ir a buscarlo al fondo del lago de Taravilla?
Tranquilizado con este pensamiento, se durmió. Al amanecer, cuando las primeras luces del día rasgaron las tinieblas de la noche, el hostelero se levantó sobresaltado. Toda la casa temblaba con rítmicas sacudidas que cada vez se iban haciendo más fuertes.
Aterrorizado salió a la calle y se dirigió hacia el pueblo para ver que pasaba. Pronto se encontró unas cuantas mujeres que huían despavoridas, lanzando terribles gritos. A la primera que puedo para le preguntó:
–¿Qué ocurre? Dime
– No lo sé, nadie lo sabe. Hace cosa de media hora ha empezado a temblar. Se han desmoronado algunas casas y toda la gente del pueblo ha huido. Algo muy grave debe de estar ocurriendo en la Muela de Utiel.
El temblor iba creciendo por momentos. Los árboles caían derrumbados como fulminados por un rayo, las madres corrían con sus pequeños en brazos, las viejas rezaban y los hombres intentaban ponerse a salvo y a los que quedaban enterrados bajo el techo de sus propias casas. El espectáculo era lastimoso, pero el hostelero no podía olvidarse del dinero. La codicia podía más que él y en lugar de ayudar a sus vecinos, temiendo que su dinero quedara sepultado entre las ruinas, echó a correr con todas sus fuerzas, entró en la venta cuyas paredes amenazaban con desplomarse, se dirigió a la cocina como un rayo, abrió la alacena y sacó las dos bolsas de cuero, las escondió bajo su jubón y a toda prisa salió de nuevo a la calle. Los temblores de tierra eran ya menos fuertes. Poco a poco renacía la calma. En aquel momento llegó un pastor jadeante. En cuanto pudo hablar, dijo casi sin aliento:
– Hermanos, acabo de ver un milagro, verdaderamente milagro. Venid todos conmigo, hermanos, hasta la Muela de Utiel y veréis lo que allí ha ocurrido.
Todos siguieron al pastor y cuando llegaron a aquel paraje se quedaron mudos de asombro. La Muela de Utiel se había abierto y las aguas del lago de Taravilla se habían precipitado en sus entrañas dejando al descubierto un saco. Los lugareños contemplaron atónitos el prodigio, encontraron el saco y encontraron el cadáver del caballero con el cuchillo del ventero aún clavado en el pecho.
Todos se dieron cuenta entonces del crimen del hostelero. Este, que en aquel momento acababa de llegar lívido de espanto. Aterrorizado se hincó de rodillas y confesó su crimen públicamente entregándose él mismo a la justicia.