domingo, 17 de agosto de 2014

Aventura De Los Dos Ladrones

(Autora: Pascuala Corona) (Libro: El pozo de los ratones y otros cuentos junto al calor del fogón)
Aquí les va el cuento, que está como mole de olla; trata de “El ladrón tapatío y el ladrón mexicano. De cómo se conocieron y llegaron a compadres”.
Allí tienen que un buen día se toparon en el campo de buenas a primeras y al indagarse de qué se las veían, fue resultando con que los dos eran ladrones; bueno, pues que se hicieron de amistad y cada uno comenzó a contar sus perrerías tratando de aventajar al otro. Entonces decidieron hacer una prueba para ver cuál era el mejor ratero. Echaron un “volado” y la primera prueba le tocó al mexicano. Éste dijo que podía robarse los huevos del nido de un gorrión sin que el pájaro lo sintiera. Y así lo hizo, localizo el nido, se subió al árbol y estando el pájaro echado le robó los huevos y se los guardo en la bolsa de la guayabera.
El tapatío subió tras de él, sin que el mexicano lo sintiera, y con unas tijeras que llevaba le cortó la bolsa y agarró los huevos, de modo que cuando llegaron abajo el tapatío traía los huevos y de allí se creyó que era el más hábil. El mexicano no quedó conforme y pidió que el tapatío también pasara su prueba. Para esto estaban al pie de un cerro muy tupido, cuando vieron a un pastor que venía arriando un borrego muy cebado que llevaba a vender al mercado. Al tapatío le pusieron de prueba que se lo robara. El tapatío, para lograrlo, discurrió despertarle la ambición al pastor, así que se escondió entre unos matorrales y se puso a balar.
El pastor se dijo: –Míreme nada más, ¡qué suerte la mía!, ese balido me indica que un borrego anda extraviado en el monte, voy a buscarlo y así, en vez de uno, llevaré a vender dos.
Y haciéndose ese cálculo se fue tras el balido y dejó su propio borrego atado a un árbol. Mientras el tapatío seguía balando, el ladrón mexicano desató el borrego y se lo robó.
El dueño del borrego, cansado de no encontrar al borrego extraviado, regresó a buscar el suyo y al no encontrarlo se echó en cara su propia tontera y creyéndolo perdido regresó a su casa en busca del otro.
El ladrón tapatío, viéndolo alejarse, salió del matorral a buscar el borrego; pero para entonces ya lo traía el mexicano, así como en las pruebas salieron mano a mano, se cumplió en ellos el refrán que dice: “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”. Se hicieron amigos y decidieron en lo de adelante trabajar juntos. Se fueron a casa del mexicano, con todo y borrego; la mujer del mexicano decidió matarlo y hacer barbacoa para celebrar el compadrazgo.
Y ahora les diré de cómo encontró la muerte el ladrón mexicano por causa del ciego. Pues que una vez que se hicieron compadres, el tapatío y el mexicano, por donde quiera robaban juntos y como entre los dos se ayudaban, uno y otro se cuidaban y sacaban provecho, pues que una vez decidieron robar la Casa de Moneda y así lo estuvieron haciendo por un tiempo, hasta que los encargados, de desesperados, fueron a ver a un ciego.
Porque para esto, había en la ciudad de un ciego que era zahorí (vamos, adivino), y se ganaba la vida dando consejos. Pues que los de la Casa de Moneda fueron a verlo y el ciego, como zahorí que era, luego les dijo que el día que habían de volver a ir los ladrones y les dio consejo de la trampa de habían de poner para apresarlos.
Pues que llegó el día aquél y en la noche se encaminaron los dos compadres a la Casa de Moneda; esa noche le tocaba al mexicano robar y al tapatío echarle aguas, es decir, cuidarle las espaldas.
El ciego había mandado poner un cajón con mucho dinero, el mexicano llego y se metió y comenzó a llenar su talega, en eso el cajón que ya estaba desclavado sobre un hoyo, con el peso del ladrón se desfundo y el mexicano se fue para adentro, sólo la cabeza le quedó afuera; al rato la cabeza se le descoyuntó y tanta fuerza hizo por salirse que acabó por ahorcarse.
El tapatío, viendo que el compadre no aparecía, le chifló y le volvió a chiflar, que ya era seña convenida que tenían, pero viendo que no hacía aprecio a los chiflidos se metió a buscarlo  y lo encontró ya bien muerto colgado de la trampa. Trató entonces de sacarlo para llevárselo, pero por más estirones que le dio no pudo, y no queriendo dejarlo por oprobio de su comadre, amoló su cuchillo y le cortó la cabeza para guardar el honor y se la llevó.
De allí se fue a casa de su comadre a darle la pena y entre los dos metieron la cabeza en una olla, y pensaron tenerla escondida mientras el tapatío se daba tiempo para recoger el cuerpo y darle cristiana sepultura.
Y por lo pronto les contaré de lo que se siguió por agarrar al tapatío.

Al día siguiente los de la Casa de Moneda encontraron al ladrón en la trampa pero sin cabeza, de modo que comprendieron que tenía un cómplice y pensaron que el otro le había mochado la cabeza para que no fuera a cantar, es decir, a echarlo de cabeza o delatarlo, como prefieran.
Entonces fueron a  ver al ciego, a darle cuenta de lo que había pasado, a ver que otro consejo les daba. El ciego les dijo:
–Arrastren el cuerpo del ladrón por las calles, tráiganlo  por donde quiera, y fíjense en la casa donde lloren, de allí es el muerto.
El tapatío, que ya esperaba que algo se hubiera de seguir, se sentó en la puerta de la casa a remendar zapatos y luego que vio venir el cadáver de su compadre, le dijo a su comadre:
–No vaya a llorar, comadrita, que allí traen el cuerpo de su marido.
La comadre, al divisarlo, no pudo aguantarse el llanto, al punto se acercaron los alguaciles a apresarlo; entonces el tapatío se cortó a propósito el un dedo y les dijo que su comadre lloraba porque se había asustado de verle el dedo mocho. Así que la prueba no valió y los de la Casa de Moneda tuvieron que volver a ir a consultar al ciego. Éste les dijo:
–Cuelguen el cuerpo del difunto de un palo en la garita del camino y vio a su compadre el mexicano, fue con la comadre a ver cómo le hacían para rescatarlo.
Y ahora mismo les diré como le hizo.
Hizo que su comadre le guisara unas gallinas y comprará bastante pulque. El tapatío se vistió entonces de lego, aparejó un burro con una canasta donde puso las gallinas guisadas y el pulque y al atardecer cogió camino para la garita. Cuando llegó al palo de donde pendía su compadre, se hizo pasar por caminante y como lo creyeron lego, le tuvieron confianza y ¡para qué les digo lo que hicieron cuando vieron lo que llevaba! Se hicieron mieles para que compartiera con ellos su cena. El tapatío, que sólo eso estaba esperando, dio a los alguaciles todo lo que traía, hasta que logró que bebieran mucho pulque. Ya que los vio tumbados de borrachos, descolgó al muerto y se lo llevo.
Cuando le notificaron al ciego lo que había pasado, dijo:
–Mañana pongan una doble ronda de serenos que vigilen bien el pueblo, pues en la noche sus deudos han de tratar de darle sepultura.
Entonces, para despistar, el tapatío salió en cadenas al anochecer con su farola de papel china, invitando al barrio a fiesta en honor de tal santo; ya que invitó se fue a casa de la comadre a preparar la fiesta de la noche siguiente.
Para esto, mataron cochinos, hicieron aguas frescas, compraron bastante pulque y apalabraron a los músicos. Después el tapatío se ocupó el mismo de hacer un torito, de esos que echan cohetes, escondió en él el cuerpo de su compadre el mexicano, a quien la comadre ya le había cosido la cabeza. Pues que al día siguiente, en la noche, ya que todos estaban encandilados, sacó el tapatío el torito encendido y a todo correr con todos los cohetes encendidos atravesó el barrio y agarró para el  campo sin que nadie lo viera, pues el que no estaba dormido, estaba en la fiesta que atendía la comadre; tanto que los serenos ni cuenta se dieron, antes se divirtieron con el jolgorio. Mientras tanto el tapatío llego al campo y enterró a su compadre.
El ciego lo supo y dijo:
–Mañana es día de misa y el que enterró al muerto no puede faltar por la pena de azote. Como pasó la noche de sepultero no le va a dar tiempo de cambiarse la ropa y como ha de estar lleno de tierra hasta el cogote, su propia ropa lo ha de vender. Con eso sabremos de una vez quién es ese ladino, pues la ropa o la tardanza lo han de entregar; hoy sí no tiene escape.
Entonces, desde el amanecer, montaron ronda en todas las puertas de la iglesia; para esto el tapatío ya estaba adentro cuando se dio cuenta de que lo acechaban, pero como no podían apresarlo en la iglesia, el tapatío se aprovechó del momento; se puso al habla con un limosnero que, aunque pobre, no se le veía mugre del día, entonces lo engatusó a que le cambiara su ropa; el limosnero accedió, pues la ropa del tapatío, aunque sucia, no estaba rota. Entonces se metieron dentro de un confesionario y allí se cambiaron. El limosnero salió todo enlodado y el tapatío todo raído.
El tapatío, que era muy ladino, le dijo a su comadre:
–Si te piden taco, no les des de chiva–, pues ya le daba en el corazón que habían de ir.
La comadre, cuando llegaron a pedirle taco, no lo dio de carne ni de huesos, pero sí de caldo de chiva; así que dio igual.
Tan pronto como la comadre cerró, el fingido limosnero señaló la puerta con una cruz de almagre y se fue a llamar a los alguaciles. Mientras tanto el tapatío, a quien no se le pasaba nada, vio la cruz en la puerta; entonces, con almagre también señalo dos o tres casas más; de modo que cuando llegaron los alguaciles se hizo tal confusión, que ni a quien apresar por el robo de la chiva. Y de aquí pasamos a saber cómo el tapatío, de ladrón pasó a zahorí, por ladino.
Pues sucedió que volvió a verse tan pobre, que ya no podía ni con los doce reales del bautizo, de suerte que decidió robarse una yunta de bueyes para arar tierra y hacer sus siembras, y así lo hizo; pero sucedió que apenas el tapatío se la robo, el dueño se dio cuenta y fue a ver al ciego para que le diera consejo. Entonces el tapatío escondió la yunta en el cerro y se fue a su casa a hacerse el disimulado mientras pasaba el alboroto.
El ciego dijo al dueño de la yunta: –Sigan al tapatío.
El tapatío lo supo y al darse cuenta que el ciego le andaba pisando los talones, comenzó a cavilar y decidió cambiar de profesión, y como era tan ladino:
Entre ladrón y zahorí
Prefirió lo adivino.
El dueño de la yunta, cansado de esperar a que el tapatío saliera para poder seguirlo, se llegó a él y le pregunto si sabía de sus animales. El tapatío, que ya estaba decidido a hacerse pasar por zahorí, le dijo:
–Si me das tanto más cuanto, te descubro el paradero de tu yunta–.
El dueño de la yunta pensó que el ciego no había podido adivinar esta vez y por eso lo había mandado con el tapatío, porque sería un adivino de mayor visión que él, así que acabó por apalabrarse con el ladrón, creyéndolo zahorí.
El tapatío le pidió siete velas y unas reatas, y que se consiguiera unos peones que los acompañaran; en seguida se dirigieron al cerro, allí el tapatío le dio a cada quien una vela, las prendió y les dijo:
–Por donde sople el viento doblarán las flamas, ellas nos indicarán con su dirección donde estén los animales, por allí ganamos y ya verán cómo damos con ellos.
Y así lo hicieron, y el tapatío por delante y los demás siguiéndolo, llegaron donde estaba la yunta y el dueño hubo que pagarle buen dinero al ladrón, que desde entonces tomó fama de zahorí y le hizo competencia al ciego.

Y ahora les contaré de como su fama llegó al poderoso y el trabajo que le encomendaron.
Pues sucedió que a la princesa, hija del Mandamás de aquel lugar, le robaron el anillo, y el rey mandó a llamar al tapatío a ver si podía decir dónde estaba, pues hasta sus oídos había llegado la aventura de la yunta.
El Mandamás dio al tapatío tres días de plazo para que adivinara, a más le dio aposento y le puso tres sirvientes, pues a la noche iría el Mandamás a tomarle cuento.
Para esto, los tres sirvientes habían sido los que habían robado la sortija; allí tienen que, a medio día, el primer sirviente llevó el almuerzo al tapatío y éste dijo:
–Señor San Bruno,
 aquí va uno,
pensando que ya se le había pasado el primer día de plazo.
Pero el sirviente, que no tenía la conciencia tranquila, se alarmó y fue a avisarles a los otros dos que el adivino ya andaba sospechando de él.
Al segundo día se presentó el segundo sirviente con el almuerzo, y el tapatío pensando en que ya era el segundo día y el nada adivinaba, dijo:
–Santo Dios,
 parece que son dos.
El sirviente se asustó y les dijo a los otros: – Mal nos va con este adivino.
Pero los otros tranquilizaron y llegó el tercer y el tercer sirviente le llevó el almuerzo. El tapatío, en vista que de ya era el último día de plazo, dijo:
 –San Andrés
  ya con este son tres.
El sirviente, al oírlo, corrió a decírselo a los otros dos, y los tres creyéndose perdidos decidieron ponerle una prueba al tapatío a ver si de verás era zahorí y vía adivinando que eran ellos los ladrones, pues a la noche iría el rey a tomarle cuenta. Para eso fueron con el tapatío, lo vendaron y discurrieron llevarlo de paseo a ver si adivinaba dónde lo andaban trayendo. Y lo llevaron al traspatio; el tapatío, que como ustedes ya saben no tenía nada de adivino, ni se imaginaba donde lo habían llevado. Dijo en voz alta para si mismo: – Aquí la puerca torció el rabo. Como decir: –"Estoy perdido, ya me amolé". Y esto lo salvó, pues los tres sirvientes gritaron a coro:
– En verdad acertaste, aquí mismo matamos a la puerca. En seguida lo llevaron a su aposento y le entregaron el anillo, ofreciéndole tanto más cuanto si no los delataba. El tapatío aprovecho la ocasión y les pregunto que caprichos tenía la muchacha. Los sirvientes dijeron que tenía unas palomas habaneras muy consentidas. El tapatío les pidió que le llevaran una. Después enmaraño en una madeja de hilo la sortija y se la enredó a la paloma de las patas, mandando a los sirvientes que  la regresaran al palomar. Así que cuando el Mandamás llegó a preguntarle si ya había adivinado, el tapatío le dijo: – El anillo lo tiene la paloma consentida de tu hija. La niña la tenía en su almohadilla y la paloma habanera se la llevó entre una madeja para hacer su nido.
Fueron luego al palomar y vieron que era verdad. El tapatío entonces recibió el dinero del rey y de los sirvientes, y se hizo rico, haciéndola a veces de ladrón y aveces de zahorí.

viernes, 15 de agosto de 2014

La Ouija

La Ouija
(Historias reales de espantos y aparecidos)(Por Pilar Obón)
Fernando tenía 16 años y, tal como sucede a esa bendita edad, creía que los espantos, aparecidos y cosas demoniacas eran algo para divertirse, un domingo en el cine, o que sólo aparecían en los videojuegos.
No sin cierta razón, decía que él les tenía más miedo a los vivos que a los muertos, y se burlaba de la gente que sentía terror a lo ultraterreno.
Hasta que un día, se encontró en su camino con un tablero ouija que compró en un puesto callejero, con el fin de divertirse un rato con sus amigos.
El tablero ouija moderno es parecido al que existía en otros siglos, cuando se utilizaba para comunicarse con los espíritus: un rectángulo de madera, en cuya parte superior hay un alfabeto, y a la izquierda y a la derecha, las palabras “si” y “no”. Un pequeño triangulo de madera – símbolo de la sabiduría pitagórica – acompaña al tablero. Una o dos personas apenas apoyan las yemas de los dedos en el triángulo y hacen la pregunta.
Cuando se da la comunicación con los espíritus, éstos usan la energía de los ejecutantes para mover el triángulo y así apuntar hacia las distintas letras para formar una palabra o frases, a menos que dicha pregunta pueda ser contestada con un “si” o un “no, en cuyo caso el triángulo se irá al extremo correspondiente.
Fernando quería jugar una broma a sus amigos, simulando que los espíritus movían el triángulo cuando sería él – planeaba – quien lo hiciera.
Así, una tarde, el muchacho reunió con Diego, adolescente sumamente impresionable, y con Enrique, el más ilustrado del grupo.
Al principio, como ocurre cuando jugamos con fuerzas desconocidas, todo fue bien. Diego preguntó si Paula, su amor imposible, llegaría a quererlo y, para su satisfacción, el triángulo, diligentemente contesto que sí. Las preguntas siguieron este derrotero hasta que Enrique, un poco aburrido, hizo una propuesta:
– Dejen de preguntar estupideces. Y Fernando, deja también de mover el triángulo. Por si no lo saben, par de ignorantes, se supone que no deben tocarlo, sino solo poner los dedos un poco encima de él. Preguntemos algo interesante.
Fernando, un poco picado, y consciente de la mirada desilusionada de Diego (quien había creído a pie juntillas en las respuestas de la ouija), retó, encarándose con Enrique:
– Está bien, genio. Haz la pregunta.
– Espíritu – dijo Enrique en voz alta –, ¿eres un alma perdida?
Los minutos pasaban y nada ocurrió. El rostro del “genio” comenzaba a esbozar una sonrisa burlona, cuando el triángulo se movió.
–No.
–Ya Fer, deja de mover el triángulo. O tú, Diego.
–Yo no estoy moviendo nada – protestó éste.
Entonces Enrique miró a Fernando, que se había puesto pálido. Realmente había sentido que el triángulo se movía., y ni él ni Diego lo habían tocado.
–Pregúntale otra cosa, Enrique – pidió el dueño del tablero –, esto es la neta, hay alguien ahí.
Todavía sin creerlo mucho, el aludido dijo:
– ¿Eres un ángel?
El triángulo se movió:
–No.
– ¿Un demonio?
–Sí.
Los tres amigos se miraron. Enrique abrió la boca para protestar, pero Fernando se adelantó.
–Espíritu, ¿cómo te llamas?
–Adonai.
Fernando y Diego miraron interrogantes a Enrique, que explicó, con la voz extrañamente baja:
–Adonai es uno de los setenta y dos nombres que los antiguos magos invocaban cuando querían realizar hechizos especiales. Es uno de los demonios más poderosos del infierno.
En ese momento, el triángulo cobró vida propia y comenzó a moverse cada vez más rápidamente, sin energía humana que lo guiara. Los tres amigos tenían los ojos clavados en el tablero, donde el pedazo de madera señalaba las letras para transmitir lo siguiente:
“Soy el más poderoso de todos. Enrique, imbécil. No sabes nada, aunque crees que sí. Ni tú Fernando, ni tú Diego. Pero yo lo sé todo. Y si no lo sé, hago que suceda como a mí se me da la gana. Puedo volar en pedazos sus casas, con todo y sus familias. Porque ahora que han abierto la puerta del infierno, ya no la podrán cerrar.”
A esto siguió una letanía de palabras en lenguaje perdido. El triángulo volaba sobre el tablero.
– ¡Tira esa cosa, Fer! – exclamó Enrique, pálido.
El triángulo se detuvo, y luego comenzó otra vez:
“Si puedes”.”
– ¡Claro que puede! – gritó Enrique, demasiado alterado, mientras Fernando y Diego lo miraban asustados. Nunca habían visto al ecuánime y culto muchacho perder el control de esa manera.
El dueño del tablero retiró el triángulo. Hubo una súbita sacudida y un cenicero de cristal estalló. Después, todo volvió a la calma.
–Nunca en tu vida – dijo Enrique a Fernando, respirando muy rápido – vuelvas a jugar con esa cosa. No sabes las fuerzas que puedes desatar. Tírala, rómpela, quémala, pero sácala de tu casa ya.
Silenciosamente, Fernando guardó el tablero en su caja. Unos minutos después, Diego y Enrique se retiraron, este último confiando en que su amigo seguiría su prudente consejo.

Mas no fue así. Intrigado, Fernando se llevó el tablero ouija a su recámara y lo escondió debajo de su cama. Su madre era muy religiosa, y no le hubiera gustado saber que su hijo andaba jugado con artefactos profanos.
Pero muy tarde esa noche, el muchacho sacó la ouija de su escondite.
–Espíritu –­ dijo rozando con sus dedos el triángulo de madera–, ¿estás ahí?
Lenta, muy lentamente, sintió como se movía.
Sus dedos lo siguieron:
–Sí.
– ¿Eres quien dijiste que eras?
– ¿Quién dije que era?
–Adonai.
–No.
– ¿Cuál es tu nombre?
–Lucifer.
Fernando retiró las manos del triángulo sintiendo un escalofrío recorrer su columna vertebral. El nombre del príncipe de los infiernos fue demasiado para él.
Al día siguiente, el muchacho aventó la ouija en un terreno baldío que, misteriosamente, ardió espontáneamente y pos completo dos noches después.



Dicen que, a veces, los espíritus que se comunican a través de la ouija son bromistas, pero otras veces, los nombres son verdaderos y es algo que resultaría muy caro averiguar.

martes, 12 de agosto de 2014

Así de alto

Así de alto
(Ana María Shua)(Libro: Cuentos con fantasmas y demonios)
(Ilustraciones: Guillermo de Gante)
Según una antigua costumbre, durante diez días al año los judíos  debían ir a rezar a la sinagoga después de medianoche. Un ayudante del rabino iba casa por casa  para despertar a los que estuvieran dormidos golpeando las puertas.

En una pequeña ciudad de Rusia vivía una mujer viuda, muy creyente, ya anciana. Para ella era muy importante asistir al templo a participar en el servicio religioso después de medianoche. Pero como vivía sola, tenía miedo de dormirse y no escuchar los golpes en la puerta.

Hoy, para nosotros, es difícil imaginar que a alguien le cueste mantenerse despierto a las doce de la noche, la hora en que la gente sale de su casa para divertirse. Pero piensen en el frío otoño de Rusia. Piensen en días en que el sol se pone a las cinco de la tarde. Piensen en una pobre mujer que no tiene para alumbrarse más que una vela o quizá dos.  No es mucho el trabajo que pueden hacer sus viejos ojos con tan poca luz, no puede coser, ni leer, ni tejer. Decide, entonces, apagar la vela. Su luz débil,  las sombras que juegan en las paredes, le molestan más que otra cosa y es muy importante ahorrar una vela.

Está cansada, faltan varias horas para ir al templo y sus ojos están torturados de sueño. Pero tiene tanto miedo de perderse la llamada del ayudante de rabino, que no quiere acostarse en su cama. Entonces se sienta en una silla, cerca de la ventana, y espera.  El sueño la vence, pero es un sueño incomodo, inquieto y  liviano.
De pronto, se despierta sobresaltada. Ha escuchado lo que esperaba escuchar: los golpes en la puerta y la voz amiga del rabino que canta una canción: “Despierten hijos míos al servicio del señor”.

Contenta de haber escuchado la llamada la viuda se envuelve en un pesado abrigo y  sale a la calle oscura y helada.

Frente a su casa  un viejo judío se inclina hacia el frente ya avanza lentamente contra el viento. La mujer está contenta de tener compañía. Se saludan y van caminando juntos, los más rápido que pueden. A su alrededor, el pueblo duerme. Silencio. Oscuridad. La calle está vacía.
-Qué raro-dice la viuda-. ¿Dónde estarán todos? ¡Tienen que haber escuchado la llamada igual que nosotros!
-Seguro que sí-  dice  el hombre, tranquilizándola-.Somos gente grande, usted y yo, nuestros viejos huesos tardan lo suyo en moverse. Ya deben estar todos en el templo.

Finalmente llegan a la sinagoga. Todo está oscuro.  No hay más luz que la tenue llama de la lámpara encendida sobre el arca de la Torá, el fuego que nunca acaba de acabarse. La mujer, naturalmente, esta intranquila.

En las sinagogas las mujeres y los hombres deben estar separados. (Así era y así es para los judíos ortodoxos). Mientras los hombres asisten al servicio religioso en la planta baja, las mujeres van a una galería en el primer piso.

La viuda sube las escaleras hasta la galería de las mujeres. Todo es muy extraño. Allí arriba se siente sola y asustada. En la casa de Dios no hay nadie más que ella y el hombre allí abajo. Se sienta a esperar que lleguen los demás: pero no llegan.

Entonces mira hacia abajo y sus ojos se encuentran con los del viejo.
Esos ojos son negros como el carbón. Y brillan como el carbón encendido. Queman como brasas. Y atraviesan como cuchillos. La mujer tiembla, su frente se cubre con sudor helado. Trata que quitar sus ojos de allí, pero no puede. Piensen en este templo vacío, oscuro  y frío  a unos tres o cuatro grados centígrados bajo cero. Y sin embargo, tiene la sensación de que está quemándose: como en llamas de hielo.

De pronto, el hombre extiende su mano hacia ella. Ve con horror que el brazo se hace más y más largo y la mano crece hasta llegar a la galería. Los dedos huesudos y nudosos están abiertos. Buscan cerrarse alrededor de su garganta. Casi inconsciente a causa del terror, la mujer deja escapar como un grito la primera oración que viene a la mente: una plegaria para recibir al sábado. No sabemos si es la más apropiada en ese momento, quizá no sea la que nosotros hubiéramos elegido, pero da resultado.

La viuda logra separarse de esos dedos que tratan de estrangularla, baja la escalera, llega a la calle y corre como nunca jamás hubiera imaginado que era capaz de correr, corre como cuando tenía 15 años, como cuando tenía 7. Corre.

Llega a su casa, se encierra y precisamente en el momento en el que está colocando el pasador escucha las campanadas del reloj del pueblo: las doce de la noche.
En este punto es necesario recordar que no cualquiera tenía reloj y, sin duda, una pobre viuda  debe de haber vendido  hace mucho el único reloj que tenía su marido.

¡Recién las doce de la noche! El ayudante del rabino todavía no puede haber pasado por allí. Ese viejo era, evidentemente, un demonio disfrazado tratando de destruirla.
¡Qué cómoda y segura se siente ahora en su silla de bejuco con el asiento roto! No va a dormir ahora. Es más importante que nunca poder asistir al rezo nocturno de la comunidad. Se envuelve en su chal y sin quererlo, y sin saberlo, vuelve a quedarse dormida.

De pronto se despierta sobresaltada. El ayudante del rabino canta con voz profunda y familiar: “Despierten, hijos míos, al servicio del señor”.
Agradecida por no haberse perdido la posibilidad de asistir al servicio, la viuda se envuelve en su abrigo, se cubre la cabeza con su pañoleta y sale.

Ahora sí la calle está llena de gente. Casi todos acaban de despertarse. Son muy pocos los que han logrado quedarse despiertos hasta tarde: solamente los ricos que pueden permitirse mucha iluminación nocturna y hasta tarde en la mañana. Los demás se frotan los ojos tratándose de despegarse del primer sueño.

Desde lejos se ve que la sinagoga esta brillantemente iluminada. La mujer da un suspiro de alivio. Ahora todo está bien.

Mientras camina tan rápido como puede, absorta en sus pensamientos, un vecino se le acerca y camina a su lado. En la oscuridad solamente ve su silueta y el gran libro de rezo que lleva en la mano.

Con mucha gentileza el hombre le pide permiso para caminar juntos hasta la sinagoga. Ella se siente agradecida y aliviada, se siente feliz de tener compañía.

-No se imagina el susto que me lleve hace un rato- comienza a contar-.  Que digo susto, fue terror,  ¡pánico!
-¿Qué le pasó vecina?- le pregunta el hombre.
La mujer le relata su aventura tan detalladamente como puede recordarla. En realidad, ahora que está tranquila, se da cuenta de que su relato no es demasiado preciso, de que tiene algo de sueño. Y aunque empieza a preguntase si no ha sido en realidad un sueño, lo cuenta tal como lo vivió.
_Y entonces su mano empezó a crecer- cambia la voz porque ya va llegando al final, a la parte más interesante y más increíble de su historia-. Su brazo creció y se hizo más y más largo y su enorme mano, con los dedos extendidos, muy lentamente llego hasta donde estaba, cada vez más y más alto…
-¿Tan alto?- pregunta el hombre, que no parece muy convencido de que la viuda les esté contando la verdad, como si creyera que todo fue un sueño de la anciana.
-¡Sí! ¡Tan alto! ¡Una alegría que les deseo a mis enemigos!  Le juro que esa mano llego hasta la galería de mujeres. ¡Hasta el primer piso!
-¿Segura? ¿Tan alto? ¿Pero cómo de alto?- insiste el hombre.
-¡Así!- muestra la viuda, levantando el brazo en un gesto que expresa hasta donde podría haber llegado la mano del demonio.
-¿Así de alto?- pregunta el hombre, levantando a la vez su brazo.
Y el brazo empieza a hacerse más y más grande, la mano crece hasta hacerse enorme; con los dedos huesudos, nudosos, extendidos, alcanza la copa del árbol. La  mujer tiembla. Su corazón golpea dentro de su pecho sin orden ni ritmo. Sus piernas no pueden moverse, como si estuvieran clavadas al piso. Trata de gritar, pero ya no tiene voz. Moviendo los labios sin emitir sonido, empieza a recitar una plegaria.

Sólo entonces puede correr. Una aterradora carcajada le persigue. Corre y corre hasta llegar sin aliento a la sinagoga. Hay luz. Su gente está allí. La música del cantor se eleva hasta el cielo y entra en su pecho y le da paz, “es un castigo por mis pecados”, piensa la pobre mujer. Y con el corazón arrepentido, une su voz a la canción.

Entretanto el demonio revisa otra vez su gran libro, que no es un libro de rezos, como parece, sino el cuaderno  donde tiene anotados los nombres de aquellos a los que debe tentar, aterrar y castigar. En su lista no figura el nombre de la viuda.

Es un demonio lleno de buena voluntad, pero extremadamente distraído y siempre comete errores en su trabajo. Teme que lo dejen para siempre en el infierno y ya no le encarguen misiones sobre la tierra. Para compensar su error, deja en casa de la viuda una olla llena de monedas de oro.

Cuando la viuda vuelve a su casa y encuentra la olla y las monedas, se asusta todavía más. Por supuesto, no se atreve a quedarse el dinero y lo reparte entre los pobres.

Pero el dinero dura poco en manos de los pobres. Y cuando las monedas de oro vuelven a entrar en las arcas de los ricos, se convierten en trozos de carbón: eso indica que el demonio ha sido castigado.

Recomendaciones de libros...

Recomendaciones de libros...
La Mecánica Del Corazón
De Mathias Malzeieu
Les recomiendo el libro de la mecánica del corazón, es una historia diferente y extraña pero es muy genial.
Sinopsis:


En la noche más fría del siglo XIX, nace en Edimburgo, Jack, el frágil hijo de una prostituta. El bebé nace con un corazón débil y para salvarlo le colocan un reloj de madera al que habrá de dar cuerda toda su vida. La prótesis funciona y Jack sobrevive, pero debe respetar una regla: evitar todo tipo de emoción que pueda alterar su corazón. Nada de enfados, y sobre todo, nada de enamorarse. Pero Jack conoce a una pequeña cantante de ojos grandes, Miss Acacia, una joven andaluza que pondrá a prueba el corazón de nuestro tierno héroe. Por el amor que siente hacia la joven, Jack se lanzará a una aventura quijotesca que le llevará desde Edimburgo a parís, a las calles de granada, haciéndole conocer las dulzuras y durezas del amor. Algunas historias merecen ser contadas de todas las manera posibles