martes, 12 de agosto de 2014

Así de alto

Así de alto
(Ana María Shua)(Libro: Cuentos con fantasmas y demonios)
(Ilustraciones: Guillermo de Gante)
Según una antigua costumbre, durante diez días al año los judíos  debían ir a rezar a la sinagoga después de medianoche. Un ayudante del rabino iba casa por casa  para despertar a los que estuvieran dormidos golpeando las puertas.

En una pequeña ciudad de Rusia vivía una mujer viuda, muy creyente, ya anciana. Para ella era muy importante asistir al templo a participar en el servicio religioso después de medianoche. Pero como vivía sola, tenía miedo de dormirse y no escuchar los golpes en la puerta.

Hoy, para nosotros, es difícil imaginar que a alguien le cueste mantenerse despierto a las doce de la noche, la hora en que la gente sale de su casa para divertirse. Pero piensen en el frío otoño de Rusia. Piensen en días en que el sol se pone a las cinco de la tarde. Piensen en una pobre mujer que no tiene para alumbrarse más que una vela o quizá dos.  No es mucho el trabajo que pueden hacer sus viejos ojos con tan poca luz, no puede coser, ni leer, ni tejer. Decide, entonces, apagar la vela. Su luz débil,  las sombras que juegan en las paredes, le molestan más que otra cosa y es muy importante ahorrar una vela.

Está cansada, faltan varias horas para ir al templo y sus ojos están torturados de sueño. Pero tiene tanto miedo de perderse la llamada del ayudante de rabino, que no quiere acostarse en su cama. Entonces se sienta en una silla, cerca de la ventana, y espera.  El sueño la vence, pero es un sueño incomodo, inquieto y  liviano.
De pronto, se despierta sobresaltada. Ha escuchado lo que esperaba escuchar: los golpes en la puerta y la voz amiga del rabino que canta una canción: “Despierten hijos míos al servicio del señor”.

Contenta de haber escuchado la llamada la viuda se envuelve en un pesado abrigo y  sale a la calle oscura y helada.

Frente a su casa  un viejo judío se inclina hacia el frente ya avanza lentamente contra el viento. La mujer está contenta de tener compañía. Se saludan y van caminando juntos, los más rápido que pueden. A su alrededor, el pueblo duerme. Silencio. Oscuridad. La calle está vacía.
-Qué raro-dice la viuda-. ¿Dónde estarán todos? ¡Tienen que haber escuchado la llamada igual que nosotros!
-Seguro que sí-  dice  el hombre, tranquilizándola-.Somos gente grande, usted y yo, nuestros viejos huesos tardan lo suyo en moverse. Ya deben estar todos en el templo.

Finalmente llegan a la sinagoga. Todo está oscuro.  No hay más luz que la tenue llama de la lámpara encendida sobre el arca de la Torá, el fuego que nunca acaba de acabarse. La mujer, naturalmente, esta intranquila.

En las sinagogas las mujeres y los hombres deben estar separados. (Así era y así es para los judíos ortodoxos). Mientras los hombres asisten al servicio religioso en la planta baja, las mujeres van a una galería en el primer piso.

La viuda sube las escaleras hasta la galería de las mujeres. Todo es muy extraño. Allí arriba se siente sola y asustada. En la casa de Dios no hay nadie más que ella y el hombre allí abajo. Se sienta a esperar que lleguen los demás: pero no llegan.

Entonces mira hacia abajo y sus ojos se encuentran con los del viejo.
Esos ojos son negros como el carbón. Y brillan como el carbón encendido. Queman como brasas. Y atraviesan como cuchillos. La mujer tiembla, su frente se cubre con sudor helado. Trata que quitar sus ojos de allí, pero no puede. Piensen en este templo vacío, oscuro  y frío  a unos tres o cuatro grados centígrados bajo cero. Y sin embargo, tiene la sensación de que está quemándose: como en llamas de hielo.

De pronto, el hombre extiende su mano hacia ella. Ve con horror que el brazo se hace más y más largo y la mano crece hasta llegar a la galería. Los dedos huesudos y nudosos están abiertos. Buscan cerrarse alrededor de su garganta. Casi inconsciente a causa del terror, la mujer deja escapar como un grito la primera oración que viene a la mente: una plegaria para recibir al sábado. No sabemos si es la más apropiada en ese momento, quizá no sea la que nosotros hubiéramos elegido, pero da resultado.

La viuda logra separarse de esos dedos que tratan de estrangularla, baja la escalera, llega a la calle y corre como nunca jamás hubiera imaginado que era capaz de correr, corre como cuando tenía 15 años, como cuando tenía 7. Corre.

Llega a su casa, se encierra y precisamente en el momento en el que está colocando el pasador escucha las campanadas del reloj del pueblo: las doce de la noche.
En este punto es necesario recordar que no cualquiera tenía reloj y, sin duda, una pobre viuda  debe de haber vendido  hace mucho el único reloj que tenía su marido.

¡Recién las doce de la noche! El ayudante del rabino todavía no puede haber pasado por allí. Ese viejo era, evidentemente, un demonio disfrazado tratando de destruirla.
¡Qué cómoda y segura se siente ahora en su silla de bejuco con el asiento roto! No va a dormir ahora. Es más importante que nunca poder asistir al rezo nocturno de la comunidad. Se envuelve en su chal y sin quererlo, y sin saberlo, vuelve a quedarse dormida.

De pronto se despierta sobresaltada. El ayudante del rabino canta con voz profunda y familiar: “Despierten, hijos míos, al servicio del señor”.
Agradecida por no haberse perdido la posibilidad de asistir al servicio, la viuda se envuelve en su abrigo, se cubre la cabeza con su pañoleta y sale.

Ahora sí la calle está llena de gente. Casi todos acaban de despertarse. Son muy pocos los que han logrado quedarse despiertos hasta tarde: solamente los ricos que pueden permitirse mucha iluminación nocturna y hasta tarde en la mañana. Los demás se frotan los ojos tratándose de despegarse del primer sueño.

Desde lejos se ve que la sinagoga esta brillantemente iluminada. La mujer da un suspiro de alivio. Ahora todo está bien.

Mientras camina tan rápido como puede, absorta en sus pensamientos, un vecino se le acerca y camina a su lado. En la oscuridad solamente ve su silueta y el gran libro de rezo que lleva en la mano.

Con mucha gentileza el hombre le pide permiso para caminar juntos hasta la sinagoga. Ella se siente agradecida y aliviada, se siente feliz de tener compañía.

-No se imagina el susto que me lleve hace un rato- comienza a contar-.  Que digo susto, fue terror,  ¡pánico!
-¿Qué le pasó vecina?- le pregunta el hombre.
La mujer le relata su aventura tan detalladamente como puede recordarla. En realidad, ahora que está tranquila, se da cuenta de que su relato no es demasiado preciso, de que tiene algo de sueño. Y aunque empieza a preguntase si no ha sido en realidad un sueño, lo cuenta tal como lo vivió.
_Y entonces su mano empezó a crecer- cambia la voz porque ya va llegando al final, a la parte más interesante y más increíble de su historia-. Su brazo creció y se hizo más y más largo y su enorme mano, con los dedos extendidos, muy lentamente llego hasta donde estaba, cada vez más y más alto…
-¿Tan alto?- pregunta el hombre, que no parece muy convencido de que la viuda les esté contando la verdad, como si creyera que todo fue un sueño de la anciana.
-¡Sí! ¡Tan alto! ¡Una alegría que les deseo a mis enemigos!  Le juro que esa mano llego hasta la galería de mujeres. ¡Hasta el primer piso!
-¿Segura? ¿Tan alto? ¿Pero cómo de alto?- insiste el hombre.
-¡Así!- muestra la viuda, levantando el brazo en un gesto que expresa hasta donde podría haber llegado la mano del demonio.
-¿Así de alto?- pregunta el hombre, levantando a la vez su brazo.
Y el brazo empieza a hacerse más y más grande, la mano crece hasta hacerse enorme; con los dedos huesudos, nudosos, extendidos, alcanza la copa del árbol. La  mujer tiembla. Su corazón golpea dentro de su pecho sin orden ni ritmo. Sus piernas no pueden moverse, como si estuvieran clavadas al piso. Trata de gritar, pero ya no tiene voz. Moviendo los labios sin emitir sonido, empieza a recitar una plegaria.

Sólo entonces puede correr. Una aterradora carcajada le persigue. Corre y corre hasta llegar sin aliento a la sinagoga. Hay luz. Su gente está allí. La música del cantor se eleva hasta el cielo y entra en su pecho y le da paz, “es un castigo por mis pecados”, piensa la pobre mujer. Y con el corazón arrepentido, une su voz a la canción.

Entretanto el demonio revisa otra vez su gran libro, que no es un libro de rezos, como parece, sino el cuaderno  donde tiene anotados los nombres de aquellos a los que debe tentar, aterrar y castigar. En su lista no figura el nombre de la viuda.

Es un demonio lleno de buena voluntad, pero extremadamente distraído y siempre comete errores en su trabajo. Teme que lo dejen para siempre en el infierno y ya no le encarguen misiones sobre la tierra. Para compensar su error, deja en casa de la viuda una olla llena de monedas de oro.

Cuando la viuda vuelve a su casa y encuentra la olla y las monedas, se asusta todavía más. Por supuesto, no se atreve a quedarse el dinero y lo reparte entre los pobres.

Pero el dinero dura poco en manos de los pobres. Y cuando las monedas de oro vuelven a entrar en las arcas de los ricos, se convierten en trozos de carbón: eso indica que el demonio ha sido castigado.

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