viernes, 15 de agosto de 2014

La Ouija

La Ouija
(Historias reales de espantos y aparecidos)(Por Pilar Obón)
Fernando tenía 16 años y, tal como sucede a esa bendita edad, creía que los espantos, aparecidos y cosas demoniacas eran algo para divertirse, un domingo en el cine, o que sólo aparecían en los videojuegos.
No sin cierta razón, decía que él les tenía más miedo a los vivos que a los muertos, y se burlaba de la gente que sentía terror a lo ultraterreno.
Hasta que un día, se encontró en su camino con un tablero ouija que compró en un puesto callejero, con el fin de divertirse un rato con sus amigos.
El tablero ouija moderno es parecido al que existía en otros siglos, cuando se utilizaba para comunicarse con los espíritus: un rectángulo de madera, en cuya parte superior hay un alfabeto, y a la izquierda y a la derecha, las palabras “si” y “no”. Un pequeño triangulo de madera – símbolo de la sabiduría pitagórica – acompaña al tablero. Una o dos personas apenas apoyan las yemas de los dedos en el triángulo y hacen la pregunta.
Cuando se da la comunicación con los espíritus, éstos usan la energía de los ejecutantes para mover el triángulo y así apuntar hacia las distintas letras para formar una palabra o frases, a menos que dicha pregunta pueda ser contestada con un “si” o un “no, en cuyo caso el triángulo se irá al extremo correspondiente.
Fernando quería jugar una broma a sus amigos, simulando que los espíritus movían el triángulo cuando sería él – planeaba – quien lo hiciera.
Así, una tarde, el muchacho reunió con Diego, adolescente sumamente impresionable, y con Enrique, el más ilustrado del grupo.
Al principio, como ocurre cuando jugamos con fuerzas desconocidas, todo fue bien. Diego preguntó si Paula, su amor imposible, llegaría a quererlo y, para su satisfacción, el triángulo, diligentemente contesto que sí. Las preguntas siguieron este derrotero hasta que Enrique, un poco aburrido, hizo una propuesta:
– Dejen de preguntar estupideces. Y Fernando, deja también de mover el triángulo. Por si no lo saben, par de ignorantes, se supone que no deben tocarlo, sino solo poner los dedos un poco encima de él. Preguntemos algo interesante.
Fernando, un poco picado, y consciente de la mirada desilusionada de Diego (quien había creído a pie juntillas en las respuestas de la ouija), retó, encarándose con Enrique:
– Está bien, genio. Haz la pregunta.
– Espíritu – dijo Enrique en voz alta –, ¿eres un alma perdida?
Los minutos pasaban y nada ocurrió. El rostro del “genio” comenzaba a esbozar una sonrisa burlona, cuando el triángulo se movió.
–No.
–Ya Fer, deja de mover el triángulo. O tú, Diego.
–Yo no estoy moviendo nada – protestó éste.
Entonces Enrique miró a Fernando, que se había puesto pálido. Realmente había sentido que el triángulo se movía., y ni él ni Diego lo habían tocado.
–Pregúntale otra cosa, Enrique – pidió el dueño del tablero –, esto es la neta, hay alguien ahí.
Todavía sin creerlo mucho, el aludido dijo:
– ¿Eres un ángel?
El triángulo se movió:
–No.
– ¿Un demonio?
–Sí.
Los tres amigos se miraron. Enrique abrió la boca para protestar, pero Fernando se adelantó.
–Espíritu, ¿cómo te llamas?
–Adonai.
Fernando y Diego miraron interrogantes a Enrique, que explicó, con la voz extrañamente baja:
–Adonai es uno de los setenta y dos nombres que los antiguos magos invocaban cuando querían realizar hechizos especiales. Es uno de los demonios más poderosos del infierno.
En ese momento, el triángulo cobró vida propia y comenzó a moverse cada vez más rápidamente, sin energía humana que lo guiara. Los tres amigos tenían los ojos clavados en el tablero, donde el pedazo de madera señalaba las letras para transmitir lo siguiente:
“Soy el más poderoso de todos. Enrique, imbécil. No sabes nada, aunque crees que sí. Ni tú Fernando, ni tú Diego. Pero yo lo sé todo. Y si no lo sé, hago que suceda como a mí se me da la gana. Puedo volar en pedazos sus casas, con todo y sus familias. Porque ahora que han abierto la puerta del infierno, ya no la podrán cerrar.”
A esto siguió una letanía de palabras en lenguaje perdido. El triángulo volaba sobre el tablero.
– ¡Tira esa cosa, Fer! – exclamó Enrique, pálido.
El triángulo se detuvo, y luego comenzó otra vez:
“Si puedes”.”
– ¡Claro que puede! – gritó Enrique, demasiado alterado, mientras Fernando y Diego lo miraban asustados. Nunca habían visto al ecuánime y culto muchacho perder el control de esa manera.
El dueño del tablero retiró el triángulo. Hubo una súbita sacudida y un cenicero de cristal estalló. Después, todo volvió a la calma.
–Nunca en tu vida – dijo Enrique a Fernando, respirando muy rápido – vuelvas a jugar con esa cosa. No sabes las fuerzas que puedes desatar. Tírala, rómpela, quémala, pero sácala de tu casa ya.
Silenciosamente, Fernando guardó el tablero en su caja. Unos minutos después, Diego y Enrique se retiraron, este último confiando en que su amigo seguiría su prudente consejo.

Mas no fue así. Intrigado, Fernando se llevó el tablero ouija a su recámara y lo escondió debajo de su cama. Su madre era muy religiosa, y no le hubiera gustado saber que su hijo andaba jugado con artefactos profanos.
Pero muy tarde esa noche, el muchacho sacó la ouija de su escondite.
–Espíritu –­ dijo rozando con sus dedos el triángulo de madera–, ¿estás ahí?
Lenta, muy lentamente, sintió como se movía.
Sus dedos lo siguieron:
–Sí.
– ¿Eres quien dijiste que eras?
– ¿Quién dije que era?
–Adonai.
–No.
– ¿Cuál es tu nombre?
–Lucifer.
Fernando retiró las manos del triángulo sintiendo un escalofrío recorrer su columna vertebral. El nombre del príncipe de los infiernos fue demasiado para él.
Al día siguiente, el muchacho aventó la ouija en un terreno baldío que, misteriosamente, ardió espontáneamente y pos completo dos noches después.



Dicen que, a veces, los espíritus que se comunican a través de la ouija son bromistas, pero otras veces, los nombres son verdaderos y es algo que resultaría muy caro averiguar.

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